Eloísa y Abelardo by Régine Pernoud

Eloísa y Abelardo by Régine Pernoud

autor:Régine Pernoud [Pernoud, Régine]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 1970-01-01T00:00:00+00:00


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Abelardo, una vez indultado de la condena que pesaba sobre él, regresó después de una corta estancia en Saint-Médard de Soissons, a la abadía de San Dionisio. «Allí volví a encontrar, en casi todos los hermanos, a antiguos enemigos»[41]. No cabe duda de que la mayor parte de ellos llevaban una vida que se ajustaba poco a la Regla, y que Abelardo no estaba hecho para la vida en común. Tarde o temprano tenía que estallar un conflicto; es lo que sucedió apenas al cabo de unos meses. La ocasión nos parece muy anodina. «Un día, en una lectura, caí sobre un pasaje de la Exposición de los Hechos de los Apóstoles, de Beda, en el que dicho autor pretende que Dionisio el Areopagita era obispo de Corinto, no de Atenas. Esta opinión contrariaba vivamente a los monjes de San Dionisio, que se enorgullecían de que el fundador de su Orden, Dionisio, fuese precisamente el Areopagita». Con ese gran instinto que poseía para crearse enemigos, Abelardo puso el dedo en una antigua llaga mal cerrada, cuyo origen remontaba a los tiempos carolingios. Tres siglos antes, en efecto, el abad Hilduino, capellán de Luis el Piadoso, que gobernó la abadía durante más de cuarenta años (814-855), se dedicó a comprobar la identidad de tres personajes: este Dionisio, miembro del Areópago, que según los Hechos de los Apóstoles fue convertido por San Pablo; el primer evangelizador de la región parisiense, cuyos restos reposaban bajo el altar mayor de la abadía; por último, el autor de Jerarquías celestes —personaje un tanto misterioso a quien todavía hoy se le llama, a falta de otra cosa, el seudo Dionisio; el manuscrito más antiguo de su obra que llegó a Occidente, fue depositado en la abadía, y el abad Hilduino lo tradujo del griego al latín. Pero su capacidad de historiador era evidentemente inferior a su ciencia de lingüista. La tentativa, que consistía en asimilar a los tres personajes, fue impugnada cuando vivía. Los monjes de San Dionisio se obstinaron aún más en defenderla. Es una época en que se siente con gran fuerza el orgullo de los orígenes, y la característica es común a todos los tiempos, sin exceptuar el nuestro. Basta comprobar el lugar que ocupan las investigaciones genealógicas en los servicios de archivos, emprendidas o solicitadas por gentes animadas del deseo, a fin de cuentas, muy legítimo, de conocer su ascendencia. En la época de Abelardo la misma preocupación se vive intensamente, tanto por los particulares como por los diversos grupos o instituciones, y se traduce de maneras muy distintas: por el cuidado con que las abadías conservan sus anales, pero también, por la insistencia con la que los orfebres declaran que deben sus estatutos a San Eloy, y los zapateros a San Crispín. ¿No veremos un día el que ciertos monasterios lleguen hasta fabricar títulos falsos para probar que los privilegios que tienen les vienen de Carlomagno, incluso de Clodoveo?

Poner en tela de juicio a Dionisio el Areopagita en la abadía de San Dionisio era buscar la tempestad.



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