El viaje de Chéjov by Ian Watson

El viaje de Chéjov by Ian Watson

autor:Ian Watson [Watson, Ian]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1982-12-31T16:00:00+00:00


DIECISIETE

Lydia-Popova arrojó el revólver encima de la mesa. Era el arma personal de Antón, requisada para la ocasión. Un mantelillo de lino bordado ocultaba un grueso tapete de fieltro destinado a proteger de toda ralladura la preciosa hoja de madera de palo de rosa del gobernador Vladimirov.

—¡Se me han hinchado los dedos con esta porquería…! —Furiosa, se puso a desgarrar el pañuelo de batista como si así fuera a desentumecerse la mano—. ¿Qué hace usted ahí parado? —le gritó a Versinín-Smirnov—. ¡Váyase![3]

Mientras tanto, Antón consideraba, no sin perplejidad, la escena desde el fondo del vasto salón de recepciones. Las lámparas de cristal brillaban, las cortinas de brocado habían sido corridas ante las ventanas aunque afuera todavía hubiera bastante luz. Veinte filas de sillas tapizadas de terciopelo marrón acogían a lo mejorcito de la sociedad local. Cierto número de hombres —especialmente el gobernador— llevaban uniforme; otros habían elegido un traje; pero una buena proporción iban más pobremente vestidos. Un mozo fumaba un cigarro; a su lado, un viejo fósil con las patillas de color marrón agrisado estaba roncando. Entre la asistencia femenina, algunas mujeres llevaban miriñaques pasados de moda y otras la falda bien ceñida a las nalgas; también se veían cuellos vueltos y espaldas al aire. Algunas mujeres de la sala agitaban abanicos chinos.

A intervalos regulares, toda la audiencia se echaba a reír, en una cacofonía que ahogaba las réplicas… los hombres se sujetaban los costados para no soltar la carcajada; todo daba a entender que aquella representación de El Oso estaba siendo todo un éxito…

Las exclamaciones y las risas taladraban el cráneo de Antón como una migraña… «Dios mío, pensó, ¿por qué la gente tiene tan mal gusto?».

—¡La amo! —bramó Versinín—. ¡Qué necesidad tenía yo de enamorarme de usted! Mañana he de pagar los intereses, ha comenzado la siega del heno, y sale usted…

Cuando tomó a Lydia por la cintura, todo el auditorio femenino movió los ojos deliciosamente escandalizado.

Antón gimió:

—No me lo perdonaré nunca.

Convulsiones entre los presentes.

—¡Apártese! —gritó Lydia—. ¡Fuera las manos! ¡Yo, a usted… le odio! —Tendió la mano hacia el revólver, pero no lo tomó—. ¡Le desafío!

—¡Bravo! —exclamó el que estaba fumando.

Repentinamente, Lydia y Versinín cayeron uno en brazos del otro y se besaron… se besaron, y siguieron así durante un tiempo desmesuradamente largo. Rode parecía haberse olvidado de su réplica. A menos que, por malicia, retrasase deliberadamente su entrada. El auditorio, en todo caso, no hacía más que exclamar «¡oh!» y «¡ah!».

Tras una eternidad, Rode apareció sobre el escenario, armado con un hacha. Venía seguido por varios extras reclutados entre los criados del gobernador. Aquellos hombres habían sido sobrepasados por los acontecimientos y estaban visiblemente nerviosos al tener que blandir herramientas de jardín en la habitación más hermosa de la casa. Pero también aquello era parte de la broma. Los espectadores se divertían a costa del espectáculo del jardinero con su rastrillo, del cochero con la horca en la mano y de los demás obreros agrícolas manejando palas y layas como si fueran mazos.

—¡Santos mártires! —cloqueó Rode al descubrir a Lydia y a Versinín uno en brazos de otro.



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