El verano que volvimos a Alegranza by María Fernández-Miranda

El verano que volvimos a Alegranza by María Fernández-Miranda

autor:María Fernández-Miranda [Fernández-Miranda, María]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-05-01T00:00:00+00:00


Ahora sí que no entendía nada.

10

Me dolía tanto la cabeza que sentí la necesidad de pasear para despejarme. Dejé los cuadernos sobre la cama, me desprendí del albornoz —que se quedó desmayado sobre la moqueta—, me vestí y salí del hotel. Estaba indignada conmigo misma. Había puesto en pausa todo mi presente para tratar de ordenar mi pasado y discernir hacia dónde debía encarrilar mi futuro, y lo único que había conseguido era tener acceso a cuatro libretas en las que mi pobre madre loca escribía sinsentidos. Quizá me estaba complicando demasiado, quizá las conclusiones resultaban bastante más claras de lo que yo quería creer y se resumían en el diagnóstico que había hecho Berta: que mi tía Constanza, igual que mi madre, debía de tener un problema mental que la había llevado a actuar como lo había hecho, y a mí más me valía ponerme en manos de un psiquiatra cuanto antes para no acabar de la misma manera. No había mucho más que analizar, por más que yo me empeñara en buscar señales ocultas por todas partes.

Empecé a caminar sin rumbo fijo y sentí envidia de la gente que estaba tomando café en las brasseries. No pude evitar pensar que todas esas personas estarían charlando de asuntos intrascendentes, anclados en esa situación privilegiada que te permite pasar el rato hablando de temas que no tienen importancia alguna. ¿Por qué no podía ser yo igual, por qué no era capaz de retroceder a los tiempos en los que yo también hablaba de cosas anodinas? Seguí avanzando por esa ciudad magnífica que tía Rita había hecho suya y a la que yo también volvía siempre que tenía la mínima oportunidad. La ciudad de los desfiles de alta costura, de los museos espléndidos, de los soportales románticos, de las mujeres con ese je ne sais quoi que las lleva a mirar por encima del hombro al resto de las europeas.

Aquella tarde no había ni rastro del habitual cielo plomizo de París y el sol se proyectaba sobre los hombros de las extranjeras que se hacían selfies sentadas en la escalinata del Sacré-Coeur. Rodeé la imponente basílica y me dirigí hacia la place du Tertre, con sus caballetes de pintor pasado de moda desperdigados aquí y allá. Pasé junto a un puesto callejero de libros antiguos y a mi memoria vino aquel día de Sant Jordi que me pilló en Barcelona con Álvaro: nos habíamos alojado en una habitación de hotel cuya ventana daba a la Rambla de Cataluña y, al despertarnos, tuvimos que frotarnos los ojos para asegurarnos de que esa alfombra de casetas con libros y rosas no era producto de nuestra imaginación. Nos duchamos rápido y bajamos a la calle para fundirnos con el resto de la gente, y nos regalamos publicaciones y flores el uno al otro y nos prometimos que de entonces en adelante siempre regresaríamos a Barcelona cada 23 de abril para celebrar Sant Jordi.

Nunca lo hicimos.

Dejé los recuerdos a un lado y seguí caminando a



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