El valor de una condesa by Elena Bargues

El valor de una condesa by Elena Bargues

autor:Elena Bargues [Bargues, Elena]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2016-05-01T16:00:00+00:00


14

Día 28 de julio de 1871.

A pesar de la noche movidita, Nel madrugó. Sacó el cajetín de hierro de la cocina, lo llenó de carbón y lo prendió. Todavía tardaría un rato en calentarse la plancha. Abrió la puerta del lavadero y en la pila se lavó el cuerpo con ayuda de un lienzo y jabón que encontró.

Le gustaban los caballos, pero había sido otra la razón por la que había aceptado ese trabajo. El asesinato de su hermano Remi le cambió la vida. En la familia siempre habían estado claras las tendencias, pero de ahí a ejercer como espía había un trecho. Su padre y Evaristo, el alcalde, comenzaron a vigilar el monte en busca de los asesinos. Al principio los acompañó, pensando que eran dos maduros tontos que recreaban tiempos pasados. Pronto se convenció de que algo grave se estaba gestando en torno a Ramales y el valle. Prestó atención a las historias de los mayores, de los que vivieron la primera guerra carlista. Se le pusieron los pelos de punta. Su padre había conseguido librarlos, a Lipe y a él, de partir a la guerra de Cuba, no para que cayesen en otra peor, una civil.

La muerte del conde de Nogales fue festejada a puertas cerradas en su casa. La aparición del capitán Ochoa y el entrometido párroco don Nicolás pusieron nerviosos a los liberales del valle. La impresión fue de que habían salido de la olla para caer en las brasas. La inesperada noticia de la boda de la condesa viuda con un indiano cayó como un jarro de agua fría sobre los carlistas.

La primera aparición en público del indiano en la posada dejó a todos en suspenso: era demasiado joven para ser tan rico, y un petimetre para hacer frente a los problemas políticos y de la explotación de la finca. Pero aquello fue la primera impresión. La bomba estalló después, aunque en privado, en casa de su padre.

Una noche Herminia compartió su extrañeza sobre los acontecimientos de la casa. Los condes no compartían la habitación y casi podría asegurar que no se acostaban; además, el indiano trabajaba bajo las órdenes de Tomás como un peón cualquiera. Luego corrió la voz de que se había extraviado por el monte el día de su llegada, la misma noche que cayó muerto un carlista que perseguía al espía.

Su padre lo animó a aceptar el trabajo, así habría ocasión de estudiar más de cerca al extraño y enigmático conde, quien de conde tenía poco, como dejó constancia la noche anterior con la actuación ante la marquesa. Se sonrió al recordarla. La había conocido de pequeño, estirada, despótica. Solo por el placer de asustarla había valido la pena el viaje, aunque no resolviera sus dudas. La historia correría como la yesca por el valle, de lumbre en lumbre durante las largas noches invernales.

Llenó la cafetera y apareció Tomás. Arriba oyó ruido.

—Habrá que conseguir pan —le dijo al rubiales—. Voy arriba, a ver qué órdenes nos reservan hoy.

—Cualquier cosa que no sea con roedores: encontré los cadáveres en los escalones de la entrada.



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