El valor de un cobarde by Elliot Dooley

El valor de un cobarde by Elliot Dooley

autor:Elliot Dooley
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Novela
publicado: 2019-03-24T23:00:00+00:00


CAPÍTULO V

—Cualquier mujer coreana es más valiente que un oficial americano.

—Si todos son tan cobardes como éste, China ganará la guerra con toda facilidad.

Las burlas de los soldados que lo llevaban a la celda de castigo herían profundamente al teniente Wallace, a pesar de que reconocía que tenían razón.

Caminaba con pesadez, sintiendo sobre sí las miradas irónicas y burlonas de sus guardianes.

Wallace sentía un miedo animal. Un pánico terrible al saber que dentro de poco iba a morir. Su mente se rebelaba al igual que su cuerpo contra aquella idea que le hacía temblar.

De pronto, sonaron las sirenas de alarma.

Los soldados miraron al cielo donde se veían ya las siluetas diminutas de los aviones que se acercaban.

Volviéndose hacia el prisionero, los centinelas le obligaron a correr hacia las celdas de castigo.

—Tus camaradas no te pueden salvar. Vas a morir como un perro cobarde.

George Wallace se rebeló. No contra la idea de ser un cobarde. Lo era y lo sabía, sino contra la proximidad de su muerte.

Los chinos seguían burlándose de él, mientras le empujaban hacia las bajas cabañas, de escasa capacidad, donde se metía a los prisioneros más rebeldes.

El teniente vio ante él una posibilidad cuando el otro soldado alzó la vista al cielo.

El ruido de las turbinas sonaba muy cerca y las primeras bombas empezaban a caer del cielo.

Como si estuviera bajo los efectos de una extraña borrachera, Wallace se arrojó sobre el soldado que estaba en pie y le golpeó con rabia en plena cara.

Había alzado los dos puños, y como una maza aplastó el rostro del chino, al que lo inesperado del ataque le sorprendió, sin que pudiera lanzar un grito.

Rápido como una centella, George cogió el fusil que soltaba el soldado y lo agitó como un molinete.

El otro soldado se volvió hacia él y lanzó una exclamación de sorprendido furor.

No tuvo tiempo para más.

La culata le dio en plena cara, derribándolo hacia atrás.

Luego el teniente machacó la cabeza de los inconscientes soldados hasta que sus músculos se cansaron de pegar.

Lanzando una mirada alrededor suyo, el teniente se sintió asombrado de lo que acababa de hacer. Afortunadamente para él, el bombardeo distrajo la atención de los centinelas y nadie se dio cuenta de nada.

Aterrado por las consecuencias de su acto, Wallace cogió el fusil y se echó a correr.

Iba sin dirección fija, pensando solo en escapar de allí.

Sobrevino un silbido cercano, una especie de ronquido y un temblor de tierra.

El teniente se arrojó al suelo, mientras sobre el campo de prisioneros se abatía una lluvia de bombas que sembraba la confusión y la muerte por doquier.

Alrededor sonaban gritos y aullidos.

Los chinos corrían en todas direcciones perseguidos por las ráfagas mortíferas de los aviadores que les perseguían como conejos.

George Wallace oía, encima de su cabeza, el zumbido constante, confiado e implacable, de los aviones, cuyos pilotos, seguros de su impunidad, llevaban adelante la tarea de machacar aquella zona.

Le sería difícil escapar durante el bombardeo, pero era su única posibilidad. Las bombas habían destrozado las alambradas y las garitas de los centinelas.



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