El tren de los niños by Viola Ardone

El tren de los niños by Viola Ardone

autor:Viola Ardone [Ardone, Viola]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2019-09-23T16:00:00+00:00


23

Unos días más tarde, mientras estamos aprendiendo a sumar en columna, por la puerta abierta veo pasar a la maestra de Rivo, que va corriendo como una flecha hacia el despacho del director Lenin. Habla a gritos y poco le falta para ponerse a llorar:

—Me pidió ir al baño, pasaba el tiempo y le pedí a su compañera de pupitre que echase un vistazo, que a lo mejor estaba indispuesta. ¿Verdad, Ginetta?

La niña que ha seguido a la maestra hasta el despacho del director asiente con la cabeza, moviendo los rizos rubios. De la nariz le va cayendo un hilo de moco que se mezcla con las lágrimas. Luego el director, las maestras y los bedeles se ponen a buscar: en las aulas, en secretaría, en el cuarto de los trastos, en la biblioteca, pero nada. No hay manera de encontrar a Rossana.

—¿Cómo puede ser que nadie la haya visto salir de la escuela? —grita el director Lenin, que ahora tiene la cara colorada y los ojos endiablados, exactamente como en el retrato de casa de Rosa. El conserje contesta que a lo mejor la niña ha aprovechado el único momento en que él ha ido al baño.

—Tenemos que avisar a los padres —dice el maestro Ferrari.

El director mira a su alrededor como si se hubiera perdido.

—No —responde luego en voz baja—, mejor que no se haga pública la noticia. Yo asumo la responsabilidad. La ciudad es pequeña y una niña a pie no puede haber ido muy lejos, seguro que la encontramos. Esperemos hasta la noche, y si no hay manera…

En el camino de vuelta a casa, por la calle solo se habla de la niña que ha huido. El señor Ferrari nos ha pedido que no nos preocupemos, que del asunto ya se encargan los mayores.

—Los mayores siempre lo deciden todo —dice Luzio mientras vamos hacia casa—. Les importa un pepino lo que queremos nosotros. Tú, por ejemplo, tampoco querías venir aquí. Te obligaron.

Yo no sabría decir si mi madre realmente me obligó, pero callo. Camino en silencio y pienso en Rossana, en la cara que traía la noche que vino a cenar a casa, con la boca torcida hacia abajo y los ojos de piedra. Rivo va a darle agua al ganado y yo lo sigo. La vaca preñada está triste, parece enferma. Ella también tuerce la boca hacia abajo, pero no huye. Se queda.

—Derna —pregunto antes de meterme en la cama—, ¿hace frío fuera?

Ella enseguida lo entiende, me coge las manos y me da un gran apretón:

—A lo mejor a estas horas ya la han encontrado. Alfeo es muy cabezota, no se rinde. A un hombre que ha sido partisano no lo va a acobardar una chiquilla que aún lleva trenzas.

Deja un vaso de agua en la mesilla de noche, como siempre, apaga la luz y yo cierro los ojos, pero no puedo dormirme. Hay demasiado ruido dentro de mi cabeza: la mueca de Rossana, como la de la vaca triste, el perro de tela, el



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