El territorio interior by Yves Bonnefoy

El territorio interior by Yves Bonnefoy

autor:Yves Bonnefoy [Bonnefoy, Yves]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 2003-01-01T05:00:00+00:00


IV

La educadora herida…

Y fue porque La ordalía «regresaba» de esa forma que destruí lo que quedaba —o se esbozaba— de mi nuevo libro. La reaparición de esta estructura, con sus exigencias enigmáticas, su infinito incrustado, su autonomía silenciosa, significaba con claridad que yo renunciaba esta vez a mi ambición por comprender, aun cuando siempre —sí, aun después del canal, aun después de Apecchio y del invernadero— me pareció que ése es el único designio legítimo. Destruí El viajero porque no quería una escritura imaginativa y sellada, sino el análisis lúcido, condición de la experiencia moral. Y quizá sea sorprendente, pero no hice nada para llegar a ese fin, para reunir con seriedad los elementos de los que disponía, y no sobre una «ciudad del Este», por supuesto, sino sobre mi propia vida, presente o pasada, en un momento en el que los recuerdos, las observaciones, los presentimientos, no me faltaban para construir un pensamiento que habría sido coherente. Aun los mitos que se formaban bajo mi pluma, incómodos para el discurso de la reflexión y de la memoria, podían asumir el valor de una radioscopia de los deseos en juego y, al compararlos con los actos de la existencia, proveer confirmaciones o claves. Y una de ellas era evidente. Cualesquiera que sean los significados —o presencias— implicados en el tejido del final del libro, el componente edípico brilla ahí con un vivo destello, marca una dirección, y en el fin yo habría podido encontrar, no disimulado siquiera, el primer territorio interior. Porque mi infancia estuvo marcada —estructurada— por una dualidad de lugares en la que uno solo, por mucho tiempo, me pareció poseer un valor. Amaba, rechazaba, oponía una a la otra dos regiones de Francia. Y hacía de ese combate un teatro en el que empleaba todos los fragmentos de sentido de los que podía disponer.

Por una parte, una experiencia necesariamente negativa en la ciudad donde nací, y que logró modelar mi memoria. De Tours antes de la última guerra sólo vuelvo a ver calles desiertas, y en verdad lo estaban en un sentido profundo. Vivíamos en un barrio de pequeñas casas pobres. Los hombres en los talleres, las mujeres encerando los muebles detrás de las persianas casi siempre a medio cerrar, y sólo había un niño para romper en ocasiones con su breve grito el silencio. Yo, en el pequeño comedor de muebles prohibidos, miraba por entre las ranuras de los postigos el ardiente asfalto de junio donde habría de correr la lluvia del pulverizador municipal. Comenzaba a comprender que la serie de los números es infinita, y eso me inquietaba. Y por la tarde, en la cena, bajo la bombilla amarillenta, intentaba encontrar el punto misterioso en el pan donde la migaja comienza, donde termina la costra —en vano—. Sin embargo, al hacer eso, anticipaba la noche porvenir, noche en la que debíamos partir de vacaciones, noche enigmática, noche sagrada, donde me preguntaría, mientras el tren avanzaba monótonamente sobre el campo invisible o atravesaba un túnel o



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