El tatuaje del ángel by Inmaculada Román Torralbo

El tatuaje del ángel by Inmaculada Román Torralbo

autor:Inmaculada Román Torralbo [Román Torralbo, Inmaculada]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2021-06-02T16:00:00+00:00


Eran las diez de la mañana y el sol asomaba por los cristales de su dormitorio con un resplandor cegador que a esas horas era un fastidio. Se levantó sigiloso y echó la persiana procurando no hacer ruido. Era sábado y, si no ocurría ningún imprevisto urgente, se podía quedar en casa todo el día haciendo el vago. Bel dormía a su lado.

Recordó entonces que había vuelto a soñar con la criatura de alas desplegadas. A priori parecía el cuerpo de una mujer, aunque podría ser un ente andrógino, sin sexo. Un ángel tal vez.

Estaba desnuda y su cabello negro y ondulado le caía en cascada sobre los hombros y el pecho y, aunque no se veían, se podían adivinar unos pequeños senos casi inexistentes, tras él. El sexo, o la ausencia de sexo, escondido entre los muslos que levemente cruzados ocultaban su pubis. Lo más inquietante eran sus ojos rasgados, porque el líquido oscuro del iris se había derramado ocupando por completo la esclera. Llevaba un objeto entre las manos. Escuchó entonces el llanto de un bebé. No. El sonido procedía de un pequeño gato de color negro que el ángel sujetaba con ambas manos como si fuera una pelota. El cielo estaba plomizo y desde la posición donde estaba sentado, tras las enormes cristaleras de un snack bar como los que salen en las películas americanas, podía ver la tormenta acercarse a cámara lenta. Ella descendía del cielo enredada entre el polvo de nubes hechas de azúcar negra…

Desayunaron en la pequeña mesa de la cocina. Bel había traído de la confitería de abajo, unos bollos de leche que a Marcos le encantaban. Le dio un sorbo al café recién hecho mientras la miraba clavándole sus dos puñales verdes en los cerúleos ojos de ella.

—¿Cómo murió tu mujer? —le preguntó de repente.

—No me apetece hablar de eso ahora, Bel —contestó con el hastío que da la pena irremediable.

—Llevamos más de un año juntos, Marcos, creo que ha llegado el momento de hablar de «eso».

—Vale, pero tú primero. Cuéntame cómo murieron tus padres.

—Lo sabes perfectamente. Sé que me estuviste investigando.

Es cierto, Marcos lo había confesado todo. De por sí no se fiaba de las mujeres de dudosa reputación y Bel le pareció eso al principio: Una criatura descarriada de la que aprovecharse un poquito, sexualmente hablando.

—Sí. Conozco la versión oficial, pero quiero que me lo cuentes tú, con tus propias palabras.

Aquella pequeña mujer, parecía aún más pequeña recién levantada, con el pelo enredado y envuelta en una bata a cuadros de Marcos, que le quedaba enorme. Encogida con los pies sobre la silla sujetaba sus rodillas con los brazos. Cualquiera que pasara corriendo la hubiera confundido con una niña de no más de doce años.

—Era domingo. Papá había prometido llevarnos a Legoland Windsor. Nosotros vivíamos en el centro de Londres y el parque temático estaba a unas veintiún millas en coche. A mi padre le gustaba conducir. Recuerdo que George, el chófer, insistió en llevarnos, pero papá le había dado el día libre y no quería fastidiárselo.



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