El soldado by Jerry Pournelle

El soldado by Jerry Pournelle

autor:Jerry Pournelle [Pournelle, Jerry]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1977-04-22T16:00:00+00:00


* * *

El sendero descendía en una bajada muy empinada por el lado del promontorio. Era de un par de metros de ancho, en realidad no era más que un alero inclinado. Estábamos a mitad de la bajada cuando sonó una ráfaga de fuego de ametralladora. Uno de los soldados cayó al suelo.

—¡Corred como si os persiguiese el Diablo! —grité.

Dos hombres agarraron al soldado caído y lo arrastraron con ellos. Corrimos ladera abajo, saltando por encima de los atajos en los puntos en que el sendero serpenteaba. No había nada que pudiéramos ver contra lo que disparar, pero más balas hacían saltar esquirlas de la pared de granito.

Los muros del fuerte, por encima de nosotros, escupían llamas. Parecía como si toda la Compañía estuviera allí cubriéndonos. Esperaba que no. Uno de nuestros cañones sin retroceso halló su blanco y, por un momento, no estuvimos bajo el fuego. Luego los rifles empezaron a disparar. Algo silbó junto a mi oreja. Luego noté un tremendo puñetazo en el estómago y me desplomé.

Me quedé en tierra sorbiendo aire. Hartz me agarró de un brazo y le gritó a otro soldado:

—¡Jersey! ¡El Teniente ha caído, échame una mano!

—Estoy bien —dije, y me palpé la zona del estómago: no había sangre—. La armadura la detuvo. Solo me ha dejado sin aliento.

Aún estaba jadeando y no podía recuperar el aliento.

Me arrastraron hasta el puesto de mando de Ardwain.

—¿Cómo se lo íbamos a explicarr al Centurrión si no le hubiésemos traído hasta aquí? —me preguntó Hartz.

El puesto de mando era una trinchera techada con troncos del árbol del hierro. En una extremidad había tres hombres heridos. Brady llevó allí a nuestro herido. Había sido alcanzado en ambas piernas. Le puso torniquetes en ellas.

Hartz tenía sus propias ideas acerca de los primeros auxilios: llevaba una petaca de brandy, que se suponía que era la cura universal. Después de que me hubo metido un par de tragos en la tripa, se fue al otro extremo de la trinchera, para pasar la petaca entre los heridos.

—¿Solo tres, Ardwain? —pregunté. Aún jadeaba por aire—. Pensé que tenía seis.

—Seis que no pueden caminar, señor. Pero tres de ellos aún pueden luchar.



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