El Rey De Los Cangrejos by Emilio Salgari

El Rey De Los Cangrejos by Emilio Salgari

autor:Emilio Salgari
La lengua: spa
Format: epub
Tags: adventure
ISBN: 9788470761355
editor: www.papyrefb2.net


CAPÍTULO X

UN DUELO A LA AMERICANA

Andando sobre la punta de los pies, el escritor se acercó a la entrada, que estaba cerrada con una estera, a través de cuyo burdo tejido se filtraban los rayos de luz rojiza.

Desde fuera se oían gritos ensordecedores, cantos de guerra, gritos de muchachos, ladrar de perros, redobles de tambores y silbidos.

Blunt levantó suavemente la estera y lanzó al exterior una rápida mirada.

Los diez hombres de la escolta estaban sentados sobre los talones, alrededor de una fogata, fumando y bebiendo el licor contenido en un enorme vaso de tierra. Parecían haberse olvidado de los prisioneros, porque ninguno vigilaba frente a la estera, ocupados todos en embriagarse.

En la plaza, centenares de indios, de mujeres y de niños danzaban furiosamente en torno del castillo de fuego, mientras otros, acostados en tierra, comían y bebían hasta reventar. Todo el campo indio estaba en plena orgía.

—¡El momento no puede ser más propicio —murmuró el escritor—; nadie se cuidará de nosotros hasta mañana por la mañana!

Volvió rápidamente hacia sus compañeros, que detrás de la estatua le esperaban presa de la más profunda ansiedad.

—Estoy seguro de que no vendrán a molestarnos —les dijo—; los indios no piensan más que en divertirse.

—¡Manos a la obra, pues! —repuso Harris.

—¡Sí, busquemos el torrente! —dijo Annia.

El ingeniero cogió la luz y precedió a sus compañeros. El ruido provenía del fondo del templo, hacia la enorme pared que formaba la orilla meridional del Gran Cañón. Procediendo cautamente y en silencio, llegaron los tres prisioneros a una oscura galería. Los fragores salían de allí, repercutiendo con sordo ruido bajo las bóvedas.

—Debe de correr por el fondo de este antro —dijo Harris, después de haber escuchado durante unos instantes.

En aquel momento, una ráfaga de aire, que parecía provenir de la extremidad opuesta del templo, hizo oscilar vivamente la llama de la lámpara, y a poco más la apaga.

—/De dónde procede este soplo? —se preguntó el ingeniero, volviéndose rápidamente.

—¿Habrá aquí alguna abertura? —preguntó Blunt.

—¿Detrás de nosotros?

—Miremos las bóvedas, ingeniero.

Harris alzó la lámpara cuanto pudo; pero no vio ninguna hendidura. La roca era compacta por todas partes y no presentaba el menor resquicio.

De pronto, un terrible pensamiento le hizo palidecer.

—¿Habrán levantado la estera para asegurarse de si estamos en nuestro puesto?

—¡No nos faltaba más sino que dieran la voz de alarma en este momento! —dijo Blunt—. ¡Espérenme aquí; voy a ver lo que ocurre!

Volvió rápidamente atrás, mientras Harris escondía la pequeña lámpara en un hueco de la pared, y lanzó una mirada profunda a través de las tinieblas que reinaban en el templo.

La estera estaba aún caída, y a través de su burdo tejido dejaba penetrar la luz del castillo de fuego, que ardía frente a la puerta. Aquella claridad era, sin embargo, tan tenue que hubiera permitido a Blunt distinguir a un hombre’ en el caso de que hubiera penetrado en el templo.

Aguzó el oído, conteniendo la respiración, y le pareció al pronto haber percibido un leve ruido, como si unos pies desnudos anduvieran por el pavimento; luego se persuadió de que se había engañado.



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