El regreso del noble by Elizabeth Boyle

El regreso del noble by Elizabeth Boyle

autor:Elizabeth Boyle
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
publicado: 2013-07-04T22:00:00+00:00


Capítulo 8

«Claro que, ¿qué dama quiere que un hombre cumpla su palabra?»

Consejo dado a Felicity Langley por su tata Lucia

A Minerva le dio un vuelco el corazón. El calor del dedo de Langley acarició sus labios como una promesa del fuego que podía prender entre ellos sólo con que ella dijera una palabra. Sí.

Por favor, señor, béseme, quiso suplicarle. Sí, por favor.

¡Y que la partiera un rayo si Langley no veía el deseo reflejado en sus ojos! ¡Aquel demonio encantador, aquel maldito! Era como si de veras pudiera leerle el pensamiento, pues había posado la mano sobre sus riñones y estaba acariciándola, apaciguándola, atrayéndola hacia sí hasta que quedó apretada contra su pecho.

Sus senos, que el escandaloso vestido de Brigid apenas ocultaban, se irguieron aún más y sus pezones duros se apretaron contra el fino paño de su chaqueta.

Langley miró su corpiño y, cuando fijó los ojos en los de ella, Minerva comprendió sin duda alguna que el brillo avaricioso de su mirada no se debía a los diamantes que adornaban su cuello.

Supo en ese instante, como sólo lo sabe una mujer, que la deseaba. Que la quería para sí. Que ansiaba verla desnuda y tendida en su cama para poder explorar cada curva de su cuerpo, cada uno de sus deseos.

La mano de Langley, que había abandonado sus labios, Minerva no recordaba cuándo, cubría ahora uno de sus pechos, y su pulgar acariciaba su pezón en círculos. Siguió mirándola a los ojos como si la retara a detenerlo. Y al ver que no lo hacía, se inclinó hacia delante y Minerva pensó que iba a besarla, lo deseó, mejor dicho, pero él ladeó la cabeza y el susurro de su aliento, cálido y arrebatador, bañó su piel cuando frotó la nariz contra su cuello, contra el lóbulo de su oreja, contra su pelo.

Minerva abrió la boca para quejarse... para protestar... quizá sólo para intentar respirar... y lo único que salió fue algo que no había oído nunca antes.

—¡Aaaah! —jadeó—. ¡Ah, Langley!

¡Santo Dios! ¿Qué era eso?

Y cuando él sacó del vestido uno de sus pechos y lo rodeó con los dedos, acariciándolo hasta que el pezón se puso duro de deseo, volvió a hacerlo:

—¡Aaaah!

No podía evitarlo, no podía refrenarse. Aquel hombre estaba encendiendo todos los deseos que había mantenido a raya durante años.

Desde siempre, a decir verdad...

¿Por qué su ardor salía a la luz precisamente ahora? O, mejor dicho, a la oscuridad, mientras Langley y ella se mecían dentro del carruaje que recorría traqueteando las calles a oscuras de Londres.

Él le murmuró algo, pero Minerva no le entendió, pues sus manos, que recorrían ansiosamente su cuerpo, prendían un rastro de deseo allá donde iban, en su espalda, en sus pechos. Luego la hicieron moverse, tiraron de ella.

Se tumbó de espaldas sobre el asiento y Langley se colocó sobre ella. Su cuerpo era duro, durísimo, pero en vez de escandalizarse, como debía, pues nunca había estado así con un hombre, su carne pareció cobrar vida y vibrar con el mismo anhelo inconsciente que los gemidos provocados por sus ardientes caricias.



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