El pájaro carpintero by James McBride

El pájaro carpintero by James McBride

autor:James McBride [McBride, James]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-01-01T00:00:00+00:00


18. EN PRESENCIA DE UN GRAN HOMBRE

El Viejo s’instaló en la casa del señor Frederick Douglass y pasó tres semanas allí. La mayor parte del tiempo no salía de su habitación, escribía y estudiaba allí. No era mu raro que se pasara’l tiempo escribiendo sentao delante d’un papel o caminando con el bolsillo lleno de brújulas, garabateando notas, examinando mapas y demás. Nunca sacaba na en claro, pero tres semanas eran mucho tiempo pa repantingarse en la casa d’otra persona y, en el caso del Viejo, supongo que lo pasó bien mal. Al capitán le gustaba estar al aire libre, era incapaz de sentarse en el hogar, de dormir en una cama de plumas e incluso de comer lo que cocinaban pa gente civilizá. Le gustaban los animales salvajes: mapaches, zarigüeyas, ardillas, pavos silvestres y castores. No podía ni probar la comida que preparasen en una cocina en condiciones, na de bollitos, pasteles, mermelá ni mantequilla, por eso me pareció sospechoso que se pasara tanto tiempo allí sentao, porqu’en aquella casa no comían otra cosa. Pero él solito se puso de cuclillas en su habitación y no salió na más que pa ir a la letrina. De vez en cuando, el señor Douglass entraba en l’habitación y yo oía los vozarrones de los dos cuando parloteaban. Oí que, una vez, el señor Douglass decía: «¡Hasta la muerte!», pero no le di importancia.

En esas tres semanas tuve tiempo de sobra pa familiarizarme con el hogar de los Douglass, del que s’encargaban sus dos esposas, una blanca y una negra. Era la primera vez que veía algo así, a dos mujeres casás con el mismo hombre, y encima las dos eran de razas distintas. Las mujeres apenas hablaban entre sí. Cuando se daba’l caso, parecía que se congelaba’l aire de l’habitación, ya que la señorita Ottilie era una blanca alemana y la señorita Anna era una morena del Sur. Se trataban con educación, más o menos, aunque yo esperaba que, si no se comportaban como mujeres civilizás, no tardarían en liarse a mamporros hasta perder el sentío. S’odiaban con toas sus fuerzas, así era, y lo pagaban conmigo, pues a sus ojos era una ordinaria a la que l’hacía falta un corte de pelo y aprender modales decentes, por ejemplo, cómo sentarme, hacer reverencias y to eso. En ese aspecto les di mucho trabajo, ya que los pocos modales que Pastel m’enseñó en la pradera no valían ni una boñiga de vaca pa estas mujeres, que no usaban una letrina exterior, no mascaban tabaco ni tampoco hablaban como los paletos de las llanuras. Después de que’l señor Douglass me las presentara y se retirase a garabatear (también garabateaba, igual que’l Viejo, pero en otra habitación), las dos se plantaron delante de mí en el salón y m’examinaron d’arriba abajo.

—¡Quítate los pantalones!, —ladró la señorita Anna.

—¡Fuera esas botas!, —añadió la señorita Ottilie.

Dije qu’iba hacer lo que me pedían, pero en privao. Se pelearon y tuve tiempo pa escabullirme y cambiarme sin que me



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