El padre Brown by G. K. Chesterton

El padre Brown by G. K. Chesterton

autor:G. K. Chesterton [Chesterton, G. K.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2008-06-18T16:00:00+00:00


LA MALDICIÓN DE LA CRUZ DORADA

Seis personas estaban sentadas alrededor de una mesita. Y el hecho de que estas seis personas se encontraran allí reunidas parecía casi tan fortuito y accidental como si hubiesen naufragado, cada una por su parte, cerca de una misma isla desierta. El mar, por lo menos, les rodeaba; pero, aquella vez, su pequeña isla se hallaba involucrada en otra isla, una isla grande y voladora como Laputa[7]. Porque la mesilla era uno de los innumerables veladores espaciados por el comedor de un enorme buque, el Moravia, que surcaba velozmente, a través de la noche, la vacía inmensidad del Atlántico. Los componentes del pequeño grupo no tenían otra afinidad entre sí que la de viajar, procedentes de América, rumbo a Inglaterra. A dos de ellos, por lo menos, se les podía considerar famosos; a uno o dos más oscuros, y a los restantes casi podríamos decir que de carácter dudoso.

El que más se destacaba era el conocido profesor Smoill, una autoridad en estudios arqueológicos referentes al antiguo Imperio bizantino. Las conferencias que daba en una universidad americana se tenían por la última palabra en la materia, aun en las cátedras más ilustres de Europa. Sus trabajos literarios estaban concebidos en términos tan amables y con tanta simpatía para Europa que su acento americano sorprendía con frecuencia a quienes le oían hablar por primera vez. No obstante, sus maneras eran muy americanas; llevaba el cabello rubio peinado hacia atrás dejando libre una espaciosa frente cuadrada, las facciones eran rectas y largas y delataban una curiosa mezcla de preocupación y de actitud de hombre que actúa con la suficiencia y presteza típicas del león que prepara, sin fijarse mucho, su siguiente salto.

En el grupo había una sola dama; y era (como con frecuencia habían repetido de ella los periodistas) una auténtica anfitriona; dicho papel, por no decir el de emperadora, siempre estaba dispuesta a representarlo en aquella o en cualquiera otra mesa. Era lady Diana Wales, la célebre Lady, viajera incansable de los trópicos y otros países, pero en su porte, a la hora de comer, no había nada de masculino ni de áspero. Su belleza era de un gusto casi tropical: tenía una cabellera abundante, de un vivo color rojizo, su vestido era de un corte que los periodistas calificarían de atrevido; y, sin embargo, su rostro era inteligente y sus ojos tenían la apariencia brillante de los de aquellas mujeres que suelen hacer preguntas en las reuniones políticas.

Los restantes personajes parecían sombras ante su esplendorosa presencia; pero, observados más de cerca, se veía que no eran iguales. Uno de ellos era un joven que estaba apuntado en el registro del barco como Paul T. Tarrant. Se trataba de un tipo americano que, con más acierto, podríamos llamar el antitipo americano. Estoy seguro de que cada nación posee su antitipo: algo así como una excepción extrema que confirma la regla general. Los americanos respetan el trabajo, como los europeos respetan la guerra. Lo han rodeado de un halo de heroísmo y al que retroceda le consideran indigno de llamarse hombre.



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