El magnetismo del viento nocturno by Elsa Plaza

El magnetismo del viento nocturno by Elsa Plaza

autor:Elsa Plaza
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 2012-08-09T22:00:00+00:00


17

—Echamos a faltar su presencia —le espetó el barón cogiendo por el brazo al médico—. Aunque, entre nosotros, doctor, no se perdió mucho, ya que la homilía en honor del difunto más parecía inspirada en La Ilíada que en las Sagradas Escrituras. Muchos congregados para recordar al conde tuvimos la impresión de que el discurso olvidaba la tradición católica. ¿Es que las artes marciales y la valentía no pueden ser insufladas por la reciedumbre de un militar como san Jorge, o un cazador como san Esteban? Demasiados dioses paganos evocados por un cura.

—¿Sabe usted, barón?, hay quienes piensan que los dioses griegos son más recios y representan mejor la virilidad castrense. ¿Cómo comparar la fuerza del rayo de Marte con la lanza de san Jorge o la espada de san Miguel? Mire usted cómo se representa al Arcángel: un adolescente imberbe con alitas. ¿Quién puede creer en su fiereza, aunque a sus pies yazca el demonio?

—Bardolet, es usted un impío incorregible —suspiró el barón—. Pero, insisto, lo notamos a faltar, ni a su esposa ni a sus hijos se los vio en los oficios.

—Señor, a usted, a pesar de las diferencias que nos separan, puedo decirle la verdad. En casa no olvidamos la represión y los muertos de las revueltas. Hace solo tres años, y hay gente conocida que aún guarda luto por ellas.

El barón torció la cara, no le había gustado la respuesta, pero él había sido uno de los que habían preferido marcharse fuera de la ciudad el día de los ajusticiamientos. Había ordenado a todos sus sirvientes que cerraran las puertas y ventanas de sus casas y junto con sus hijos había cogido el birlocho hacia su torre de Horta. Allí estuvo los días suficientes para que a su regreso, ni de los patíbulos alzados ante la Ciutadella, ni de los muertos, pudiera encontrar más rastros ni alusiones. Y evitaba pasar por el descarne donde los cuerpos de los ahorcados debieron permanecer durante más de un mes, para escarmiento de los insurgentes, a merced de todos los animales que frecuentaban el lugar: perros, ratas, aves carroñeras, que en pocas semanas habían convertido en blancos huesos a los otrora ciudadanos pobres de un país donde la crueldad del estado impartía justicia solo para los afortunados propietarios.

—Acompáñeme a tomar un café. Me gusta cómo lo hace ese italiano... Useletti, el de la esquina de la plaza del Teatro. Vamos, aunque hoy no sea domingo —dijo el caballero en tono amistoso al médico.

»Ya ve, amigo doctor, a pesar de lo mucho que nos separan nuestras ideas, como bien dice usted, seguiré confiando mi salud a su cuidado. —Y afirmó lo expresado con unas palmaditas en la espalda del médico.

Una doble puerta precedía el gran salón iluminado con brazos y lámparas de cristal que pendían del techo. La estancia se multiplicaba gracias a los enormes espejos biselados, que alternaban con los paños de pared, decorados con graciosos angelitos retozando sobre columpios de rosas. Ocuparon una mesa cercana a la puerta y encargaron al cafetero dos tazas.



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