El libro de la vida trágica: del cautiverio by Manuel Ciges Aparicio

El libro de la vida trágica: del cautiverio by Manuel Ciges Aparicio

autor:Manuel Ciges Aparicio [Ciges Aparicio, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1902-12-31T16:00:00+00:00


Las palabras melíficas, la elocuencia y las artes de su ingenio las reservó en adelante para los presos noveles. Para los viejos previno el robo nocturno y el atraco brutal.

A las tres de la madrugada, cuando el calabozo yacía en profundo sueño, la camarilla velaba.

—¿Tienes hambre? preguntaba con voz mimosa al muchacho que tenía al lado.

Y comunicaba instrucciones, excepto al Cancerbero que nunca se movía. Un sabueso de fino olfato repasaba los sacos colgados de la pared para extraer el pan y cuanta comida hubiera. Otro, un perdido timador catalán de saturnina catadura y aplastado cráneo, que había sido antiguo cabo de vara en La Garduña de Barcelona, sujeto de tan largas y agudas uñas como romo entendimiento, solía ser el explorador de hamacas. Este golfo repugnante, de torpes palabras y ademanes soeces, era una especialidad en robar el dinero de los durmientes. Cuando su jefe se lo ordenaba, y á veces sin ordenárselo, deslizábase cual serpiente astuta entre el bosque de hamacas palpando con sumo tino.

¿Tocaba algo? Dinero era y por él iba. ¿Pero cómo sacarlo si el tesoro estaba oculto y bien apretado á la cintura del dueño? Los dedos muy recios, pero muy ágiles del timador, tentaban con inagotable paciencia, se colaban dulcemente por la ropa, levantaban la camiseta, desabrochaban los calzoncillos[16], despasaban las hebillas del cinturón, y poco á poco, con exquisito pulso, cinturón y dinero iban saliendo de la hamaca. Si el dormido daba el más leve indicio de despertar, sintiendo no el trabajo admirable de les dedos; pero sí el cosquilleo del cinto al rozarle las carnes, el hábil timador que no había cesado de observarle atentamente durante su prolija faena, le imponía una mano sobre el corazón que con la pesadumbre apenas latía, y hasta que la otra mano sacaba triunfante el codiciado bolsillo, el pobre corazón cautivo no se libraba del peso que le oprimía.

Poco después se oía por las primeras hamacas chocar de mandíbulas hambrientas, remover de monedas robadas y hasta el estallido de besos gozosos, porque al otro día se regalarían con espléndido festín.

Dos ó tres veces por semana encendían leña dentro del calabozo, y ¡ay, del que no resistiera con altiva mudez el calor de hornaza y la picazón de ojos, porque sobre él caería una lluvia de zapatos é improperios!

A la crueldad de los primeros dominadores añadieron éstos el desenfado y el cinismo. Gozar era su destino, mientras la mayoría del calabozo gemía en irredimible servidumbre.

El lanzamiento de los mondos huesos sobre los tristes que arrimados á la pared vaciaban sus abolladas escudillas con improvisadas cucharas de corteza iniciaba la broma, y apenas rebañada la panzuda cazuela comenzaba el cante hondo y los grotescos tangos y la nueva invasión de pecadoras botadas. Si el dinero se agotaba, pedían más; y si alguien lo tenía y no lo entregaba cordialmente, arracábanselo navaja en mano.

Sucedió un día que en medio de la fiesta se encontraron con que nadie en el calabozo tenía un centavo. Desesperaban ya de proseguir la broma,



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