El largo adiós by Raymond Chandler

El largo adiós by Raymond Chandler

autor:Raymond Chandler [Chandler, Raymond]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1952-12-31T16:00:00+00:00


26

El mexicano llevaba una camisa a cuadros blancos y negros con lonas en la pechera, pantalones negros ajustados sin cinturón y zapatos de gamuza también blancos y negros, inmaculadamente limpios. El pelo, negro y espeso, peinado hacia atrás y untado con brillantina.

—Señor —dijo, antes de esbozar una reverencia tan breve como sarcástica.

—Ayude al señor Marlowe a llevar a mi marido al piso alto, Candy. Se ha caído y se ha hecho daño. Siento molestarle.

—No es molestia, señora —respondió Candy, sonriente.

—Creo que voy a darle las buenas noches —me dijo a mí—. Estoy agotada. Pídale a Candy cualquier cosa que necesite.

Subió despacio las escaleras. Candy y yo la contemplamos.

—Una preciosidad —dijo el criado con tono campechano—. ¿Se queda a pasar la noche?

—Nada de eso.

—Qué lástima. Está muy sola.

—Quítese ese brillo de los ojos, muchacho. Vamos a acostarlo.

Candy miró con pena a Wade roncando en el sofá.

—Pobrecito —murmuró como si lo sintiera de verdad—. Borracho como una cuba.

—Quizá esté borracho, pero no tiene nada de pobrecito —dije—. Cójalo por los pies.

Lo subimos. Aunque éramos dos nos resultó tan pesado como un ataúd de plomo. Después de las escaleras recorrimos una galería abierta y dejamos atrás una puerta cerrada. Candy la señaló con la barbilla.

—La señora —susurró—. Llame muy bajito; quizá le deje entrar.

No dije nada porque aún lo necesitaba. Seguimos acarreando el cuerpo de Wade, nos metimos por otra puerta y lo dejamos caer sobre la cama. Luego sujeté el brazo de Candy, muy cerca del hombro, en un sitio donde, si se aprieta con los dedos, duele. Logré que sintiera los míos. Hizo un gesto de dolor pero enseguida se dominó.

—¿Cómo te llamas, cholo?

—Quíteme las manos de encima —dijo con altanería—. Y no me llame cholo. No soy un espalda mojada. Me llamo Juan García de Soto y Sotomayor. Soy chileno.

—De acuerdo, don Juan. Limítate a no sacar los pies del tiesto. Y límpiate la boca cuando hables de las personas para las que trabajas.

Se soltó con un movimiento violento y dio un paso atrás, los negros ojos brillantes de indignación. Deslizó una mano en el interior de la camisa y la sacó con una navaja muy larga y de hoja muy fina. La mantuvo en equilibrio, abierta, sobre la palma sin apenas mirarla. Luego dejó caer la mano y recogió la navaja por el mango mientras caía. Lo hizo muy deprisa y sin esfuerzo aparente. La mano subió hasta la altura del hombro; enseguida movió el brazo con decisión y la navaja voló por el aire hasta clavarse, estremecida, en la madera del marco de la ventana.

—¡Cuidado, señor! —dijo con tono desdeñoso—. Las manos quietas. Nadie se toma libertades conmigo.

Atravesó ágilmente la habitación, sacó de la madera la hoja de la navaja, la tiró al aire, se dio la vuelta sobre la punta de los pies y la recogió por detrás. Con un chasquido desapareció bajo la camisa.

—Bien —dije—, aunque tal vez un poco pasado de rosca.

Se acercó a mí con una sonrisa burlona.

—Y podría conseguirte un hombro dislocado —dije—. De esta manera.



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