El Hambre Invisible by Santi Balmes

El Hambre Invisible by Santi Balmes

autor:Santi Balmes [Balmes, Santi]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2018-08-31T16:00:00+00:00


Así fue como Psiconauta se desintegró delante de mis narices.

* * *

Segunda parte. Román Augustus a las Finas Hierbas

Salí del metro. Eran las diez de la noche, y en el exterior del Arrabal de los Astrománticos olía a dama de noche mezclada con marihuana. Iba a entrar al hotel, pero decidí aliviar mis penas tomándome un copazo en el primer bar que encontrara. Sigo sin saber cómo diantres lo hice, pero aterricé en una barra americana. Pasé por delante de un guardia de seguridad con mi misma cara y recorrí un pasillo rodeado de cristales salpicados por grietas de incrustaciones de ámbar falso. En la barra descubrí a unos cuantos chavales de dieciocho años y allí, en medio de las cabezas despeinadas, reconocí a una de mis personalidades. Podría haber sido un hermano gemelo del Joven Poeta Halley. Sin embargo, esa voz interna era conocida con el nombre de Román Augustus a las Finas Hierbas. El tipo y su camarilla de amigos iban fumados hasta las cejas. Tenían dieciocho años y los bolsillos más vacíos que sus cerebros de zánganos universitarios. Román Augustus, estudiante de Psicología, sabía que había pasado un año en balde: se había rendido desde el minuto uno. Sin que se enterara su familia, se había tomado un trimestre sabático junto a gente que consideraba divertida e interesante. Román había decidido dejar la carrera en menos de un mes para ponerse a trabajar en una imprenta, horario nocturno, en lo que iba a ser un año de sensata reflexión antes de votar en sus elecciones vitales. Pero ahora se estaba despidiendo de sus amigos sin que ellos lo supieran. Y nada ni nadie le iba a aguar la fiesta.

Uno de los chavales le entregó a Román Augustus una pieza de hachís. Tras pagarle lo convenido, el camello le soltó que era una buena grifa, pero más cara que la de la semana pasada. Román Augustus le contestó:

—No importa. Estas cinco mil pesetas se convertirán en treinta canciones.

El grupúsculo de psicólogos en potencia —nadie terminaría la carrera en un futuro— pagaron una ridícula Coca-Cola entre todos. Una de las putas puso una canción de Manolo Escobar en el jukebox. La meretriz, con un teñido rubio catastrófico, se subió entonces a la barra y se descalzó, mostrando a los jóvenes sátiros su minifalda de doradas lentejuelas. Acto seguido, la mujer empezó a bailar algo así como una aflamencada danza de cortejo. La mujerona jugaba con los reflejos de su culo en el cristal trasero con el objetivo de disparar la libido de aquellos chavales frente a la barra. El bailecito no logró el efecto esperado. Si bien era cierto que, entre carcajadas, los chicos habían hecho un amago de recuento del dinero disponible, la realidad es que ni querían ni podían permitirse un ligero roce. De todos modos, nadie estaba allí más que por curiosidad. La idea de pagar por tener sexo estaba moralmente descartada por su sordidez, y tampoco los ayudaba su estado psíquico. Habían fumado polen del bueno.



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