El gato negro y otros relatos de terror by Edgar Allan Poe

El gato negro y otros relatos de terror by Edgar Allan Poe

autor:Edgar Allan Poe [Poe, Edgar Allan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2005-01-01T00:00:00+00:00


Durante muchas horas la vecindad inmediata del armazón sobre el que yacía había estado literalmente pululante de ratas. Eran salvajes, audaces, hambrientas, con los ojos rojos ardientes clavados en mí como esperando que estuviera inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué comida se acostumbraron en el pozo?», pensé.

Habían devorado, a pesar de mis esfuerzos por impedirlo, todo salvo un pequeño resto del contenido del plato. Sin darme cuenta, había estado repitiendo un movimiento monótono de la mano encima del plato; y al fin la uniformidad inconsciente del movimiento lo privó de su efecto. En su voracidad, las alimañas me clavaron a menudo los colmillos agudos en la mano. Con las partículas de la vianda aceitosa y condimentada que ahora quedaba, froté bien las correas en los sitios que podía alcanzar; después, alzando la mano del suelo, me quedé quieto, sin respirar.

Al principio, los animales voraces se sobresaltaron y se aterrorizaron ante el cambio, ante la detención del movimiento. Se encogieron alarmados hacia atrás; muchos buscaron el pozo. Pero fue sólo un momento. No había contado en vano con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, uno o dos de los más audaces saltaron sobre el armazón, y olfatearon la correa. Esto pareció la señal para una oleada general. Surgieron del pozo como tropas impetuosas. Se aferraron a la madera, la invadieron, y saltaron por cientos sobre mi persona. El movimiento regular del péndulo no las perturbaba en absoluto. Evitando sus golpes, se ocuparon de la banda untada. Pulularon sobre mí en apretados montones. Se retorcieron sobre mi garganta; sus labios fríos buscaron los míos; estaba sofocado a medias por su presión; un asco para el cual el mundo no tiene nombre me hinchó el pecho, y me congeló el corazón, con una densa viscosidad. Un minuto después sentí que la lucha había terminado. Percibí que la banda se aflojaba. Supe que en más de un sitio ya debía de estar cortada. Con una entereza sobrehumana permanecí quieto.

No había errado en mis cálculos, ni había sufrido en vano. Sentí que al fin estaba libre. La correa me colgaba del cuerpo en tiras. Pero el golpe del péndulo ya me llegaba el pecho. Había rasgado la tela de mi bata. Había cortado el lino que tenía debajo. Osciló dos veces más, y una aguda sensación de dolor se disparó a través de cada nervio. Pero había llegado el momento de la fuga. Con un movimiento de la mano mis liberadoras se alejaron precipitadamente. Con un movimiento firme —cauto, de costado, encogido y lento— me deslicé fuera del abrazo de la correa, más allá del alcance de la cimitarra. Al menos por el momento, estaba libre.

¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había dado unos pasos fuera del horroroso lecho de madera sobre el piso de piedra de la prisión, cuando el movimiento de la máquina infernal se detuvo, y vi cómo la elevaban, mediante alguna fuerza invisible, a través del techo. Esa fue una lección que aprendí bien, desesperado.



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