El fuste torcido de la humanidad by Isaiah Berlin

El fuste torcido de la humanidad by Isaiah Berlin

autor:Isaiah Berlin [Berlin, Isaiah]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 1990-02-21T16:00:00+00:00


LA UNIDAD EUROPEA Y SUS VICISITUDES

I

A estas alturas es un melancólico lugar común que ningún siglo ha visto una matanza tan continua y despiadada de unos seres humanos por otros como el nuestro[1]. Comparadas con ella, hasta las guerras de religión y las campañas napoleónicas parecen locales y humanitarias. No estoy cualificado para emprender un examen general de las causas del odio y el conflicto en nuestro tiempo. Me gustaría dirigir la atención únicamente hacia un aspecto de esta situación. Vivimos en una era en que las ideas políticas concebidas por pensadores fanáticos, algunos de ellos muy poco considerados en su tiempo, han tenido un influjo más violentamente revolucionario sobre las vidas humanas que en ninguna otra época desde el siglo XVII. Me gustaría analizar un grupo de esas ideas que, para bien y para mal, han afectado profundamente a nuestras vidas.

Nuestras ideas sobre los fines de la vida son, en un aspecto esencial, distintas, y en realidad opuestas, a las de nuestros antepasados, al menos a las que predominaron hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Según estas ideas, el mundo era un todo único e inteligible. Estaba compuesto de determinados ingredientes estables, materiales y espirituales; si no eran estables no eran reales. Todos los hombres poseían ciertas características inalterables en común, llamadas naturaleza humana. Y aunque existiesen diferencias patentes entre individuos, culturas y naciones, eran más amplias e importantes las similitudes. La característica común que se consideraba más importante era la posesión de una facultad llamada razón, que permitía a su poseedor apreciar la verdad, teórica y práctica. Se daba por supuesto que la verdad era igualmente visible para todas las mentes racionales en todas partes. Esta naturaleza común hacía que fuese no solo necesario sino también razonable que los seres humanos intentasen comunicarse entre sí y procurasen convencerse mutuamente de la veracidad de lo que creían; y, en casos extremos, forzar a otros, dando por supuesto (como hacía, por ejemplo, Sarastro en la gran fábula de la edad de la razón, La flauta mágica de Mozart) que si los hombres obedecían las órdenes (o, si todo lo demás fracasaba, si se los obligaba a obedecerlas) percibirían, como consecuencia, la validez de lo que sus educadores o legisladores o señores sabían que era cierto; se atendrían a esto y serían sabios, buenos y felices. En el siglo XX ya no se da por supuesta esta pretensión de universalidad, ni de la razón ni de ningún otro principio; lo que Walter Lippmann había llamado la filosofía pública ha dejado de ser el presupuesto automático de la política o de la vida social, y esto ha transformado enormemente nuestras vidas.

El fenómeno es evidente sobre todo en el caso del fascismo. Los fascistas y los nacionalsocialistas no esperaban que individuos o razas o clases inferiores comprendiesen sus objetivos o simpatizasen con ellos; su inferioridad era innata, irremediable, puesto que se debía a la sangre o a la raza o a alguna otra característica inamovible; cualquier tentativa de tales criaturas de intentar igualarse con sus amos, o incluso de comprender sus ideales, se consideraba arrogante y presuntuosa.



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