El espectro de la Rosa Negra by James Lowder & Voronica Whitney-Robinson

El espectro de la Rosa Negra by James Lowder & Voronica Whitney-Robinson

autor:James Lowder & Voronica Whitney-Robinson [Lowder, James & Whitney-Robinson, Voronica]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 1999-03-12T16:00:00+00:00


9

Un frío helado permaneció en el cuerpo de Ganelon hasta mucho después de su encuentro con Soth y el Remendón. No se trataba del presagio de alguna enfermedad; pero ni la luz del sol ni el calor de una hoguera conseguían reducir la sensación. Al tercer día de su estancia en el Bosquehumeante, empezó a considerarlo una helada mortaja que había envuelto su espíritu, una que no podría quitarse de encima.

Pensar en Helain sólo parecía hacer que el sudario se aferrara a él con más determinación. El Remendón la había llamado «loca», no «enferma» o «trastornada» ni ninguno de los otros eufemismos que Ambrosio usaba; pero Ganelon sabía que el misterioso hombre había estado en lo cierto.

Aquello no lo perturbó tanto como en otra ocasión hubiera hecho. El mundo entero parecía enloquecido ahora, lleno de muertos que deambulaban por allí y de pesadillas vivientes. Puesto que ninguna criatura del bosque había olfateado siquiera alrededor de su campamento desde aquella primera noche, Ganelon tuvo que preguntarse si, también él, no estaría loco. Eso era lo que el Remendón había dicho, ¿no era así? «Las criaturas del Bosquehumeante evitan a los locos».

No, el joven podía enfrentarse a la locura de Helain y no tenía ningún problema en imaginarse a sí mismo cuidando de ella. Todavía la amaba, al fin y al cabo. Lo que lo entristecía era la creciente certeza de que había tenido algo que ver con la aparición de aquella demencia. A lo mejor ella había desconfiado de su promesa de refrenar su deseo de vagabundear; el temor a que su auténtico amor la abandonara podría haberla vuelto loca.

Al mirar a su alrededor ahora, a la extensión de pinos achaparrados que marcaba el vago límite entre el Bosquehumeante y las colinas de Hierro, Ganelon no podía negar la aceleración de su pulso. El Remendón le había dicho que una vida de aventuras era su destino; incluso había matado a alguien para colocarlo a él en ese sendero.

Un áspero suspiro escapó de los labios del joven. Estaba en la senda correcta, pero era una senda solitaria. En todas las ocasiones en que se había alejado de la mina, Ambrosio, Kern y Ogier habían sabido adónde se dirigía. Era una clase de juego que llevaban a cabo; él dejaba caer pistas entre peticiones de que dejaran que se las arreglara solo, y ellos tomaban cuidadosa nota de sus planes, mientras refunfuñaban que les ocultaba cosas. Los amigos de Ganelon se consideraban como cordadas de seguridad, igual que las que los mineros usaban abajo en la mina cuando alguien exploraba una cueva recién descubierta. Era un papel que valoraban en mucho.

Pero ahora no podían tirar de él a lugar seguro. Nadie podía.

Alzó la mirada al cielo del atardecer, que oscurecía con rapidez para hacer juego con el sombrío tono de su ánimo. Iba a llover, y pronto. Por centésima vez aquella tarde, se maldijo por su precipitada salida de la tienda; aunque había conseguido suplir la mayor parte de las cosas que no se había llevado consigo.



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