El encantamiento de los corderos by Reza Ghassemi

El encantamiento de los corderos by Reza Ghassemi

autor:Reza Ghassemi [Ghassemi, Reza]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2002-04-23T00:00:00+00:00


24

Rojo como dos gotas de sangre

ME SENTÍ avergonzado. Cuchillo en mano, mi mano temblaba en el bolsillo. Miré la sombra de la anciana. Miré a los perros que ahora, mirándome fijamente, estaban de pie, frotando sus lenguas contra el aire con una enloquecedora velocidad. Miré a la anciana. No era una sombra. Era una sombra, pero la sombra de Nane Doshanbé.

Dije: «Soy el hijo de doña Sadigué».

Dijo: «Sé para qué has venido».

Temblé. Metió la mano y sacó del invisible pliegue de la blusa un manojo de llaves: «Entra». No había más remedio que obedecer. Conocía el mundo invisible de esas ancianas. Aun frágiles eran monarcas de un reino invisible. Como mi propia Nane Habibé. La madre de mi madre: medía una palma de mano. Nada de carne, era sólo unos ciento cincuenta gramos de huesos y un puñado de piel. Era tan pequeñita esa mujer que la podías meter en el bolsillo y llevártela al colegio. Sin embargo, esa anciana hacía cosas que ningún mago podría hacer. Yo pensaba que aquello era otro de los trucos de aquellas ancianas viudas para conseguir un trozo de pan y un sitio para dormir. La parte que recibían de la herencia era tan escasa que, después del fallecimiento del marido, no les quedaba un techo bajo el que pasar el resto de su vida. Inevitablemente, pasaban unos días en casa de ese hijo, otros días en casa de aquella hija; bajo el chador desgastado, llevaban consigo la humillación y la soledad de una casa a otra, hasta el día en que Dios respondiera a sus plegarias y les mandara al ángel de la muerte. En la casa del hijo rendían cuentas a la nuera; y en la casa de la hija, alyerno. En cada casa que pisaban, rezaban desesperadamente que alguien pidiera un vaso de agua; y entonces, aunque les dolía todo el cuerpo, se levantaban como una niña de catorce años para demostrar que su presencia era útil en la casa. Su vida consistía en tragarse el dolor; luego, al morirse, eran una piel extendida sobre unos huesos; un saco arrugado de vergüenza y humillación.

Le decía: «Nane, ¿a que no puedes leer eso de aquí?».

Ella leía: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso».

Le decía: «Bueno, claro, todos los suras comienzan así». Y movía el dedo sobre las mágicas palabras del libro, y me detenía en un punto: «¿A que no puedes leer eso de aquí?».

Leía: «Juro por la época que, en verdad el ser humano va hacia su perdición». Todo mi ser empezaba a temblar. Luego, metía el dedo entre las páginas del libro y abría otra página: «¿Aquí?».

Ponía su dedo donde estaba el mío y lo empezaba a mover. Como si no fueron sus ojos sino la yema de su dedo índice que convertía en imágenes las palabras escritas:

[24]

El que alguien sacara un pájaro del sombrero no era tan raro como lo que ella hacía. ¿Será que mentía? Sacaba mi libreta de los deberes y escribía en una página: «No lo entiendo; Nane Habibé es analfabeta pero lee el Corán línea por línea».



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