El desastre by José Vasconcelos

El desastre by José Vasconcelos

autor:José Vasconcelos [Vasconcelos, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1937-12-31T16:00:00+00:00


José Vasconcelos y Vito Alessio Robles

—¿Y en qué facultad constitucional se funda el señor presidente para obsequiar automóviles? —respondí.

A los pocos días me hizo Gastélum una perrada; por insistencia suya había estado usando un auto viejo de la Secretaría; en diversas ocasiones había regresado el coche, que para nada necesitaba, y me lo devolvían con recados afectuosos.

Hasta que una buena mañana, y en respuesta a algún artículo de La Antorcha que no les gustó, declaró Gastélum a los periodistas que yo era un ingrato porque todavía andaba usando un auto de la Secretaría y, sin embargo, censuraba al gobierno. Ya no volví a ver a Gastélum y, por supuesto, mis dos meses de sueldo, indemnización legítima de cuatro años de trabajo infatigable, nunca me los pagaron.

Con motivo de los artículos que la Secretaría publicaba y por no sé qué modificaciones hechas por Gastélum en el decorado de uno de los edificios escolares que yo más quería, el de por Santo Tomás y Tacuba, que convirtieron en Escuela Normal, contra mis instrucciones, rompí abiertamente con el Ministerio que había creado. Escribí en mi revista que toda mi obra educativa me daba la impresión de un piano caído entre salvajes; uno le abriría la tapa, otro le arrancaría una tecla, el de más allá golpearía unas notas, todo lograrían hacer con el piano menos ponerse a tocarlo. Y en efecto, aquella maquinaria complicada, eficaz y poderosa, hubiera requerido buena fe, ya que no talento. Y no se preocupaban de mantenerla andando, sino de discutir quién la había hecho.

Al principio me dolía cada cambio operado en los planes o en el detalle, como si me profanasen la novia. Se trataba de la obra de mi vida y de un bello instrumento de la cultura nacional. Verlo estrujado, prostituido, era desgarrador. Sin embargo, procuré no tratar cuestiones educativas en mi revista. También estaba yo demasiado preocupado y fatigado para poder hacer labor nueva de alguna importancia. Además, estaba enfermo. Al regreso del Istmo, nuestro tren había descarrilado por causa de la langosta que invadió a Veracruz aquel año. Patinaron las ruedas y el convoy se salió de los carriles a mitad de la selva. El tren de auxilio llegó al día siguiente. Ante la amenaza de pasar la noche en sitio infestado de mosquitos, emprendimos una caminata a pie, por la vía, con el ánimo de abrigarnos en el edificio de una estación que quedaba a varios kilómetros. Caminaba yo por delante, en una mano una lamparita eléctrica para alumbrar la senda, y en la otra una pistola, pues temíamos a las víboras que cruzan el camino; detrás veían dos o tres acompañantes míos y algunos amigos ferrocarrileros. De repente se oyó en la sombra un bramido.

—Es el tigre —afirmó alguien.

Se siente feo en estos casos, así se reflexione que, en realidad, no es grande el peligro dado que rara vez ataca el animal. Me volví a los compañeros preguntando con toda franqueza:

—¿Seguimos o regresamos?

—Regresamos —aprobaron todos.

Y toda la noche la pasamos en los asientos del vagón espantando los moscos con un pañuelo.



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