El cuarto poder by Armando Palacio Valdés

El cuarto poder by Armando Palacio Valdés

autor:Armando Palacio Valdés [Palacio Valdés, Armando]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1887-12-31T16:00:00+00:00


XII

Cómo se divertía Pablito

—Convendría ponerle una barbada suave —dijo Pablito.

—O un filete —respondió Piscis gravemente.

Ambos guardaron silencio. Pablito exclamó:

—¡Maldita yegua! No he visto en mi vida boca más dulce.

—Una seda —replicó su amigo con acento de inquebrantable convicción.

Otro rato de silencio.

—¿Crees que debemos darle más picadero?

—El picadero no sobra a ningún animal —gruñó Piscis con el mismo convencimiento.

—Conviene trabajarla en el trote.

—Conviene mucho.

Mientras así platicaban, dirigíanse los inseparables équites a paso lento desde las cocheras de don Rosendo, sitas en un extremo de la villa, al otro extremo de ella, atravesándola por el medio. Eran las diez de la noche; la temperatura suave, de primavera. Los pocos transeúntes que por las calles quedaban, dirigíanse a paso rápido hacia su domicilio. Únicamente permanecían abiertas las tiendas donde se hacía tertulia, la de Graells, la de la Morana, y tal cual estanquillo. En el Camarote había mucha luz y gran animación. Pablito, en quien germinaban los rencores de su padre, le dijo a su amigo al pasar frente a la aborrecida tertulia:

—Piscis, tira una pedrada a esa puerta, y rómpeles los cristales.

Piscis, siempre terrible, agarró un guijarro de la calle, esperó a que su amigo doblase la esquina, y ¡zas!, lo encajó dentro del Camarote, haciendo polvo los cristales. Luego se dio a correr. Para que no le conociesen los que salieran en su persecución, se dejó caer sobre las manos, corriendo en cuatro pies con habilidad pasmosa.

En el café de la Marina había también alguna gente. Entraron en él y bebieron en silencio sendas copas de chartreuse, sin que por eso los cerebros dejasen de trabajar activamente. Al levantarse Pablito, dijo:

—Lo mejor será engancharla con el Romero.

—Eso mismo estaba pensando yo —profirió con fuego Piscis.

Después que hubieron salido, este preguntó, no con palabras, sino con una horrible mueca, a dónde iban.

—Allá.

—Bueno; entonces al pasar por delante de casa recogeré el roten.

Dejaron atrás las calles principales, no sin que Piscis se detuviese en su domicilio un instante, para dar cumplimiento a lo que acababa de manifestar. Muy pronto alcanzaron las extremidades de la villa, donde habitaban, por regla general, los menestrales. Detuviéronse en cierta calle, tan solitaria como sucia, frente a una casa de pobre apariencia con tosco corredor de madera. Pablito miró a todos lados por precaución, y dejó escapar un silbido suave y prolongado con la maestría que le caracterizaba en este ramo del saber humano. Después dijo mirando con inquietud al farol que ardía unos cincuenta pasos más allá:

—¡Si pudiéramos apagar ese farol!

El terrible Piscis se destacó acto continuo, trepó por la esquina de la pared y con su bastón lo apagó al instante, rompiendo, por supuesto, el tubo.

Un bulto de mujer apareció en el corredor. Pablito se cogió de un salto a las rejas. Luego escaló por ellas y montándose en la baranda, se introdujo sin hacer ruido en él. Piscis comenzó a hacer la guardia desde la esquina, armado de su formidable garrote.

¿Quién era la mujer que en aquel momento obtenía los favores del sultán de Sarrió? La blonda Nieves, responderán a una voz cuantos hayan seguido el curso de esta verídica historia.



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