El corazon de las tinieblas by Joseph Conrad

El corazon de las tinieblas by Joseph Conrad

autor:Joseph Conrad [Conrad, Joseph]
Format: epub
publicado: 2010-02-23T16:59:10+00:00


"Hacia la tarde del segundo día creíamos estar a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería continuar, pero el director me dijo con aire grave que la navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que le parecía prudente, ya que el sol estaba a punto de ocultarse, esperar allí hasta la mañana siguiente. Es más, insistió en la advertencia de que nos acercáramos con prudencia. Sería mejor hacerlo a la luz del día y no en la penumbra del crepúsculo o en plena oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horas de navegación, y yo había visto ciertos rizos sospechosos en el curso superior del río. No obstante, aquel retraso me produjo una indecible contrariedad, y sin razón, ya que una noche poco podía importar después de tantos meses. Como teníamos leña en abundancia y la palabra precaución no nos abandonaba, detuve el barco en el centro del río. El cauce era allí angosto, recto, con altos bordes, como una trinchera de ferrocarril. La oscuridad comenzó a cubrirnos antes de que el sol se pusiera. La corriente fluía rápida y tersa, pero una silenciosa inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, unidos entre sí por plantas trepadoras, así como todo arbusto vivo en la maleza, parecían haberse convertido en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más insignificante. No era un sueño, era algo sobrenatural, como un estado de trance. Uno miraba aquello con asombro y llegaba a sospechar si se habría vuelto sordo. De pronto se hizo la noche, súbitamente, y también nos dejó ciegos. A eso de las tres de la mañana saltó un gran pez, y su fuerte chapoteo me sobresaltó como si hubiera sido disparado por un cañón. Una bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la noche, empañó la salida del sol. Ni se disolvía, ni se movía. Estaba precisamente allí, rodeándonos como algo sólido. A eso de las ocho o nueve de la mañana comenzó a elevarse como se eleva una cortina. Pudimos contemplar la multitud de altísimos árboles, sobre la inmensa y abigarrada selva, con el pequeño sol resplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estaba en una calma absoluta, y después la blanca cortina descendió otra vez, suavemente, como si se deslizara por ranuras engrasadas. Ordené que se arrojara de nuevo la cadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de que hubiera acabado de descender, rechinando sordamente, un aullido, un aullido terrible como de infinita desolación, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Un clamor lastimero, modulado con una discordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás: a mí me pareció como si la bruma misma hubiera gritado; tan repentinamente y al parecer desde todas partes se había elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luctuoso. Culminó con el estallido acelerado de un chillido exorbitante,



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