El chino del dolor by Peter Handke

El chino del dolor by Peter Handke

autor:Peter Handke [Handke, Peter]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1982-12-31T16:00:00+00:00


III. El observador busca testigo

En los días siguientes no salí de casa. Casi siempre estaba en la cama, tumbado boca abajo, con la cabeza en la curva del brazo. El brazo tenía algo de la fortaleza de un coche tras la que me sentía seguro. De vez en cuando cogía una araña zancuda y la dejaba correr por la palma de mi mano sintiendo un agradable cosquilleo. En algunas ocasiones también estaba tumbado sobre la espalda, mirando a la pared de la alcoba, viendo la escarpia de la que colgaban una linterna y un calzador.

Ante la ventana había dos cuerdas del diámetro de un pulgar, de las que de día subían y bajaban constantemente cubos de mortero llenos y vacíos: se estaba revocando la fachada de la casa. Al alba, las cuerdas aparentaban ser especialmente macizas y oscuras; pero incluso de noche eran perceptibles de vez en cuando, al golpear contra las ventanas. A la luz de la luna brillaban con luz cristalina: la nieve deshelada había corrido por las cuerdas, helándose posteriormente.

El teléfono sonó bastantes veces; pero siempre era alguien que se había equivocado de número, como si Salzburgo no fuera sólo la ciudad de los paseantes desordenados, sino también de los telefoneantes desordenados. Cuando finalmente alguien quiso hablar con la «empresa para trabajos ocasionales», después de haberse requerido «la parroquia», un hombre llamado «Siegfried» y «la oficina de aduanas para mercancías de ultramar», sólo grité: «¡Silencio!» al aparato y ya no volví para descolgar.

Por la mañana echaban las cartas por la ranura de la puerta: folletos con anuncios publicitarios y una carta que consistía en un impreso, marcado en un sitio con una señal que rezaba: «notificación breve».

Los sonidos procedentes del supermercado suponían una distracción a lo largo del día. Durante el descanso al mediodía, yo esperaba casi impaciente el momento de volver a oír desde abajo el pitido de las cajas registradoras.

Desde luego, todo esto se puede contar de otra manera. Al mirar al espejo, no había ojos. Ya no percibía en absoluto mi cuerpo: esto es, que ya no participaba de la luz y del viento, del frío y del calor, y esto lo echaba de menos. Yo era, tal y como yacía allí, una mera envoltura doliente: una envoltura sin el ser humano. Puesto que no existía un observador, no quedaba nada para observar. En una ocasión confundí el gran monte Untersberg con la loma de un bosque. En otra vi resplandecer una pared escarpada como si fuera el filo de un cadalso. En el Staufen había comenzado la erupción de un volcán y del extremo de su pirámide salían inmensas masas de humo de color gris-violeta; al volver más tarde la vista hacia el oeste, todo el monte se había derrumbado, reduciéndose a un montón de guijos y escombros que no alcanzaba ni siquiera a medias la altura anterior. (En realidad, el gran pico del monte estaba ocultado por unas nubes de lluvia, de modo que sólo se mostraba el pico anterior, mucho más pequeño.



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