El cantor de tango by Eloy Martínez Tomás

El cantor de tango by Eloy Martínez Tomás

autor:Eloy Martínez, Tomás [Eloy Martínez, Tomás]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2009-12-12T21:10:22+00:00


–Ya sabés lo que siguió, – me dijo Alcira. La tarde en que iba a morir, Catalina Godel, Margarita, o como ahora prefieras llamarla, regresó desde el negocio del joyero con la Magen David, casi al mismo tiempo que Violeta terminaba de hablar con los verdugos. La anciana se apegaba a la vida con saña tenaz, como declama nuestro himno nacional. Tanto temía ser descubierta que fatalmente se delató. Comenzó a temblar. Dijo que tenía escalofríos, que le dolía la espalda y que necesitaba un té. Dejemos las friegas para más tarde, le respondió Margarita con altanería inusual. Estoy empapada en sudor y muero por tomar un baño. Violeta cometió entonces dos errores. Tenía el estuche de la Magen David en la mano e incomprensiblemente no lo abrió. En vez de hacerlo, alzó los ojos y su mirada se encontró con la de Margarita. Vio que por ella cruzaba un relámpago de comprensión. Todo sucedió en un soplo. La enfermera pasó junto a Violeta como si ya no existiera y alcanzó la puerta de calle. Corrió por el empedrado de la avenida, se refugió en la recova de la plazoleta del Resero y allí le dieron caza los verdugos, en el mismo punto donde la habían capturado por primera vez. A Violeta Miller la pasaban a buscar todas las mañanas en un Ford Falcon y la llevaban a la iglesia Stella Maris, en la otra punta de la ciudad. Allí la interrogaba el capitán de fragata, me contó Alcira, a veces durante cinco, siete horas. Desenterró su pasado y la avergonzó por su doble conversión religiosa. La anciana perdió conciencia del tiempo. Sólo le pesaban los recuerdos, que aparecían sin que los quisiera. Se le agravó la antigua osteoporosis y, cuando los interrogatorios terminaron, apenas podía moverse. Tuvo que resignarse a contratar enfermeras, que la trataban con el rigor de las madamas de los burdeles. Nada la abatió tanto, sin embargo, como los desórdenes que encontraba al volver cada tarde a la Avenida de los Corrales. La casa se había convertido en el coto privado del capitán de fragata, que la iba despojando de las bañeras de mármol, la mesa del comedor los balaustres de la plataforma, el ascensor de jaula, el telescopio, las sábanas de encaje, el televisor. Hasta la caja fuerte donde guardaba las joyas y los bonos al portador fue arrancada de cuajo. Los únicos objetos intactos eran una novela de Cortázar que Margarita había dejado a medio leer y el costurero vacío, en la cocina. El techo de vidrio apareció un día perforado en dos puntos centrales de la biblioteca, y la lluvia empezó a caer sin clemencia sobre los libros en piltrafas. – ¿Te acordás que Sabadell dejó en la recova sur el ramo de camelias al mediodía?, – me preguntó Alcira. Fue el 20 de noviembre, – Claro que me acuerdo, – respondí. Yo estaba en ese lugar, esperando a Martel, y no lo vi. – Ya te dije que no bajamos del auto, – repitió ella.



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