El audaz by Benito Pérez Galdós

El audaz by Benito Pérez Galdós

autor:Benito Pérez Galdós [Pérez Galdós, Benito]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1871-09-30T16:00:00+00:00


III

Contaba él con que iba a ser recibido en la tertulia de la casa, y que a aquella hora estarían allí reunidos los venerables personajes que anteriormente hemos dado a conocer. Por eso le causó sorpresa no ver en la puerta ninguna carroza, y mucho más no hallar en la portería paje alguno. El escaso alumbrado de la escalera le hizo comprender que aquella noche no había tertulia.

En el recibimiento encontró, en vez del paje que ordinariamente estaba allí, una mujer de mediana edad, que en el modo de mirarle y de sonreír al verle, indicó que estaba allí esperándole. No fue preciso que Martín hiciera pregunta alguna para que la mujer le dijera «pase usted»; pero en voz tan queda, que el tal comenzó a creer que su presencia allí era tan misteriosa como el dinero recibido. Confirmose en esta idea al avanzar por un corredor en que no se sentía el menor ruido, ni se veía el resplandor de ninguna luz, y hasta le parecía que la mujer aquella pisaba con afectada suavidad, circunstancia que a él le obligó también a andar con mucho sigilo, procurando apagar el ruido de sus tacones lo más posible. Entraron en una habitación donde había una lámpara de muy débil y macilenta luz. Entonces la mujer se paró, y le dijo:

—La señorita está mala. Voy a avisarle.

—¿Y el Sr. D. Miguel? —preguntó Martín.

—¡Quiá!… —murmuró la mujer, como si oyera una indiscreción—, no está, no hay nadie. La señorita está sola, y un poco delicada, aunque no es de cuidado.

Desapareció la mujer, y al poco rato volvió diciendo a Martín otra vez: «Puede usted pasar». Ella tomó la luz que allí había y marchó delante alumbrando, porque la habitación donde entraron estaba completamente a obscuras. Todavía Muriel no se había dado cuenta del sitio donde estaba; todavía no se había hecho cargo de los objetos que tenía ante la vista, cuando ya la mujer había desaparecido. Tendió los ojos por la habitación, envuelta en una dulce obscuridad que vagamente sombreaba los cuadros y los muebles, dándoles tinte extraño. Creyó encontrarse solo. Miró a todos lados buscando a Susana, y no vio nada; a su mano derecha vio un retrato de hombre que le miraba con la inmutable atención de sus pintados ojos, y creyó reconocer las facciones del conde de Cerezuelo, más joven, hermoso y sin el lúgubre aspecto que le daba su enfermedad y su misantropía. Aquello era imponente; por otro lado, un gran Santo Cristo de marfil parecía mover sus brazos blancos y resbaladizos como un reptil de mármol escurriéndose a lo largo de la pared; y las grandes cornucopias doradas se le representaban como extraños seres, también animados, oscilantes y fosforescentes. Vio su imagen reflejada en un espejo y se estremeció; los toros reproducidos en los tapices de variados colores, le parecían alzar sus terribles testuces con la curiosidad insolente que es propia de aquellos brutos antes de romper la carrera, y unas majas que en otro tapiz levantaban sus



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