El Asno Rojo by Georges Simenon

El Asno Rojo by Georges Simenon

autor:Georges Simenon [Simenon, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1932-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO SÉPTIMO

—¡Hueles a mujer! —le había dicho su madre con repugnancia mientras él se tomaba el café con leche.

Y he aquí que ello era suficiente para renovarle la nostalgia de El Asno Rojo. Estaba lloviendo. Podía verse en el río la chimenea del buque de carga hundido que emergía de un agua gris y agitada.

—Voy a recoger las últimas noticias —anunció a Léglise.

No se había encontrado más que un cuerpo, si bien eran tres los hombres ahogados, pero Cholet ni siquiera se dirigió hacia el puerto. Era cierto que olía a mujer, aunque la víspera no hubiese besado a Lulu. Eran sus vestidos, su ropa interior y sus cabellos los que estaban impregnados de un olor de alcoba al que se mezclaba un relente de aperitivos y de licores. Y mientras iba caminado con las manos en los bolsillos buscaba el modo de captar aquel olor vivo.

Madame Layard, llevando puestos aún los bigudíes, estaba lavando el mostrador con gran despliegue de agua. Su delantal de lona gruesa estaba empapado.

—Ayer noche no se quedó usted demasiado rato —observó.

—¿Se ha levantado Lulu?

—Todavía no.

Jean emprendió el ascenso de la escalera sin añadir nada más. Estaba invadido por el malhumor, se notaba blando como el tiempo, no se encontraba bien en ningún sitio y tenía hambre de melancolía. Subía al piso de arriba para ver la habitación en desorden, la cruda blancura de las sábanas y el cuerpo de Lulu, la cual tenía la costumbre de dormir con una pierna encima del cubrecama.

Al principio mismo del corredor había una puerta abierta, la de un dormitorio que los otros días no estaba ocupado. Jean sabía que en el cabaret estaban esperando una nueva artista y se detuvo para mirar dentro de la estancia.

Había una mujer sentada en el borde de la cama. Iba en camisa, tenía una pierna en alto y se limaba las uñas de los pies. Advirtió la presencia de alguien, volvió la cabeza hacia la puerta y exclamó:

—¡Por mí no se moleste!

Pero, en cambio, no cambió de posición, la cual resultaba tanto más erótica cuanto que tenía los muslos gruesos, el vientre redondeado y los pechos desarrollados. Así, tal como estaba, el cuerpo de la mujer se bañaba en la misma luz grisácea, sin relieves, que aparece en las fotografías pornográficas. El decorado también era el mismo: colcha doblada a los pies de la cama, papel con flores en las paredes y un marco con una fotografía encima de la mesilla de noche.

—¿Es usted Nelly Brémont?

—Y tú el amiguito de Lulu. Me juego cualquier cosa. Entra o sal, pero cierra la puerta…

Cogiéndose el otro pie con la mano, la mujer hacía mover los músculos de la pelvis y los de los muslos.

Indicó a Jean:

—Pásame el pulidor de uñas que está encima de la mesa.

Mientras tanto la mujer lo miraba de abajo arriba, con expresión de curiosidad.

—Por mí no te molestes. ¡Haz como si estuvieras en tu casa! —exclamó la mujer.

—¡Qué demonios! —replicó Jean sonriendo con sorna.

Lo había invadido una vaharada de calor.

—¿Y Lulu? ¡Vas a hacerme caer, idiota!

La mujer se echó a reír.



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