El último arpón by Gaizka Arostegi Castrillo

El último arpón by Gaizka Arostegi Castrillo

autor:Gaizka Arostegi Castrillo [Arostegi Castrillo, Gaizka]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-02-28T16:00:00+00:00


* * *

Telmo se vio obligado a hacer grandes esfuerzos para no vomitar a causa del hedor que emanaba de los hornos. Surgía de estos un humo, oscuro y denso, que se pegaba a la ropa y a la piel, que se colaba por los poros, por las narices o los ojos, impregnándolo todo y provocando que el aire resultara asfixiante, que el lugar apestase como una auténtica miasma. No obstante, los balleneros se mostraban exultantes. Los hornos se estrenaban con buen pie. Estaban fundiendo la grasa de los dos ejemplares capturados cuando volcó la chalupa en la que él iba.

—En nuestra tierra hay que cocer el lardo lejos de los pueblos —comentó Ismael, adivinando cuáles eran los pensamientos de su amigo—. Las ordenanzas al respecto son estrictas y no permiten que se haga en sitios habitados.

—No me extraña…

—Quizá tu olfato sea demasiado fino —rio el rubio.

Los dos jóvenes intercambiaron unas carcajadas divertidas.

—¿Qué es lo que hacen ahora? —inquirió Esnal, quien seguía con curiosidad las evoluciones de sus compañeros.

—Derriten la grasa para convertirla en aceite, eso que llamamos saín. Pese a que pueda parecerlo, no resulta en absoluto sencillo. Al principio es necesario un fuego vivo; luego, una vez el lardo comienza a hacerse líquido, hay que bajar la intensidad de la llama; si no, se quema y pierde propiedades. Esta faena jamás ha de dejarse en manos inexpertas. Los tratantes examinan detenidamente el género y pagan menos si merma en calidad. En realidad —aseguró el contramaestre con un guiño—, cualquier excusa es buena para esas alimañas cuando de bajar el precio se trata.

Los hombres se afanaban alrededor de las lumeras. Manipulaban sin descanso enormes palas de hierro con las que removían el contenido del caldero y apenas hablaban entre sí. Los hornos se alimentaban tanto con leña, traída de Guipúzcoa en las bodegas u obtenida en los alrededores por una partida de marinos pertrechados de hachas y serrotes, como con trozos de la piel de los cetáceos muertos, a los que los hombres llamaban chicharrones. El olor se tornaba insoportable. El cielo se había ennegrecido y apenas se alcanzaba a ver el Sol.

—Ahora —masculló Ismael con un tono en el que se entremezclaban la sorna y la inquietud—, todos en muchas leguas a la redonda saben que estamos aquí.

—No creo que nadie en sus cabales se atreva a habitar por estos pagos —comentó Telmo, tratando de aplacar las tribulaciones del contramaestre.

—Ojalá sea así, amigo mío, nos ahorrará más de un disgusto.

Cuando el saín estaba hecho, se cogía con unos grandes cucharones de metal y se vertía en el interior de unos recipientes de madera, llenos hasta su mitad con agua helada. Una vez frío, quedaban flotando sobre la superficie todas las impurezas, que se retiraban mediante espumaderas. Pasado un rato, volvía a repetirse aquella operación y el aceite resultante era introducido en los toneles que habrían de llevarlo hasta Europa. Se hizo recuento. La ballena pequeña dio veintitrés barricas; la grande, setenta y ocho.



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