Diez días en un manicomio by Nellie Bly

Diez días en un manicomio by Nellie Bly

autor:Nellie Bly [Bly, Nellie]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Ciencias sociales, Psicología, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1886-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo XII

Paseando con lunáticos

Nunca olvidaré mi primer paseo. Cuando todas las pacientes se pusieron los sombreros de paja blancos, como los que llevan los bañistas en Coney Island, no pude evitar reírme ante su cómica apariencia. No podía distinguir a una mujer de otra. Perdí de vista a la señorita Neville y tuve que quitarme el sombrero y buscarla. Cuando nos encontramos nos pusimos los sombreros y nos reímos la una de la otra. De dos en dos, formamos una fila, y, custodiadas por las asistentes, salimos por una puerta trasera que daba a los caminos.

No habíamos andado más que unos cuantos pasos cuando vi, avanzando por cada camino, largas filas de mujeres custodiadas por enfermeras. ¡Cuántas había! Mirara a donde mirara podía verlas con sus extraños vestidos, los cómicos sombreros de paja y los chales, deambulando lentamente. Observé atenta las filas que pasaban ante mis ojos y me recorrió un escalofrío de terror. Sus miradas estaban vacías, los rostros inexpresivos, y de sus bocas salían sonidos sin sentido. Pasó un grupo, y gracias al olfato y a la vista pude notar que iban extremadamente sucias.

—¿Quiénes son? —pregunté a una paciente que estaba junto a mí.

—Son consideradas las más violentas de la isla —contestó—. Son del pabellón, el primer edificio con altos escalones.

Algunas gritaban, otras maldecían, otras cantaban o rezaban, hacían lo que les venía en gana, y juntas formaban el más miserable de los conjuntos humanos que se hayan visto. Mientras se desvanecía el estruendo de su paso en la distancia, apareció ante mí otra visión que no podré olvidar.

Una larga cuerda iba unida a anchos cinturones de cuero que rodeaban las cinturas de cincuenta y dos mujeres. Al final de la cuerda había un pesado carro de hierro, y sobre él dos mujeres, una a la que sanaban un pie llagado, y la otra gritando a una enfermera, diciéndole: «Me pegaste y no lo olvidaré. Me quieres matar», y se ponía a sollozar y a gritar. Las mujeres «de la cuerda», como las llamaban las pacientes, iban cada una inmersa en su propio desvarío. Algunas gritaban todo el rato. Una con los ojos azules me vio mirarla, y se giró todo lo que pudo, hablando y sonriendo, con ese aspecto terrorífico y terrible de la locura absoluta estampada en su rostro. Los doctores podían juzgar su caso sin riesgo a equivocarse. El horror de tal visión para alguien que nunca antes había estado cerca de la locura era inexpresable.

—¡Que Dios las asista! —suspiró la señorita Neville—. Es tan horroroso que no puedo mirar.

Pasaron, y detrás venían más. ¿Pueden imaginar tal espectáculo? Según uno de los médicos hay 1.600 mujeres locas en la isla de Blackwell.

¡Qué locura! ¿Cómo podía ser tan horroroso? Mi corazón rebosaba piedad cuando vi a una vieja de pelo gris hablando abúlica al vacío. Una mujer llevaba una camisa de fuerza, y otras dos tenían que ir arrastrándola. Tullidas, ciegas, viejas, jóvenes, feas, hermosas; una masa sin sentido de la humanidad. No había peor destino.

Miré



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