Cuerpos y almas by Maxence Van Der Meersch

Cuerpos y almas by Maxence Van Der Meersch

autor:Maxence Van Der Meersch [Van Der Meersch, Maxence]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1943-04-23T00:00:00+00:00


* * *

El «Renault» corría a ciento treinta por hora por las largas carreteras asfaltadas, sinuosas, relucientes, a través de la opulencia de los fértiles prados, surcados de regueras y jalonados de molinos.

Acá y acullá se veían vacas blancas y rosadas, dormidas, con las patas encogidas y campesinas que volvían de ordeñar llevando en las manos sendos cubos esmaltados, encarnados y verdes, llenos de blanca leche. Ludovic iba a una velocidad infernal.

A cada viraje se oía el agudo gemido de los neumáticos sobre el firme alquitranado. El motor producía un ronquido sordo, contenido, continuo, potente, que resonaba bajo los tilos y las paredes de las bajas casonas, asustaba a las gallinas y hacía correr a los polluelos. Frecuentes paradas, puentes levantados, barreras de peaje —vestigios de otro tiempo—, exasperaban a Doutreval. Había que soltar medio florín para volver seguir adelante. Vallorge pisaba el acelerador. El «Vivasport» seguía avanzando y la fragorosa canción del motor se acentuaba nuevamente. Diez kilómetros más lejos se terminaba la carretera en el vacío. Llegaron a un embarcadero, una tosca plataforma construida sobre algunas vigas carcomidas, encima del agua. Tuvieron que detenerse, esperar minutos interminables, a veces media hora, viendo discurrir el Rin, lento, ancho, gigantesco, extendiéndose entre aguazales, islotes, porciones de tierra de vegetación acuática e inmensos espacios de retama, extraviándose, correteando, remoloneando, extendiéndose hasta el infinito, como un peludo gigante, muellemente tendido sobre la tierra. Arribó una vieja barcaza, un viejo barco con ruedas. Las solemnes maniobras de la amarradura, del desembarco y del embarque se llevaban a cabo bajo la dirección de un capitán tocado con un gorro blanco, más grave que un contraalmirante. Luego, en aquel interminable panorama de llanuras, pantanos y agua, el viejo barco, al límpido sonido de una melancólica campana, se marchaba inclinándose, recortaba jadeante las aguas del río, rodeaba los islotes y los cañaverales y se perdía en aquel dédalo sin que lograra saberse a ciencia cierta si la línea a ras del suelo hacia la cual se dirigían era la orilla de la tierra firme o una isla más. Finalmente, a lo lejos, emergió del horizonte un frágil andamiaje, un blanco embarcadero levantado sobre los pilotes embadurnados de alquitrán. El viento suave trajo el tañido de una campana. Se abordó, sacose el coche y se pudo finalmente reanudar la marcha. Luego la aduana, las lentas formalidades para el pago de derechos, un pinchazo en una rueda y después una carretera en reparación. Vallorge hizo caso omiso de la prohibición de pasar. Se vieron bloqueados, estuvieron a punto de pelearse con los pavimentadores flamencos que no comprendieron el francés, se empeñaban en hacerlos retroceder. Avanzaron casi a viva fuera a través de la arena de la despanzurrada carretera. Como había anochecido ya, fue preciso marchar a la luz de los faros. Entre Courtai y Gante, Vallorge, completamente agotado, sufrió un desfallecimiento nervioso, un mareo.

Sólo tuvo tiempo de dar un frenazo y de apartar el coche a la derecha de la carretera. Entraron en una taberna solitaria, aún iluminada, y pidieron alcohol.



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