Crisótemis by Yannis Ritsos

Crisótemis by Yannis Ritsos

autor:Yannis Ritsos [Ritsos, Yannis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Poesía, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1972-01-01T00:00:00+00:00


Se fue con un hacha en el costado a modo de su segunda ala.

Después llegaron los grandes ratones, el orín, la polilla, las termitas—

con el tiempo se descararon y roían la madera, las paredes,

los tejidos, los hierros; —no lográbamos preservar nada.

Cedimos, pues, ante ellos, nosotros también, —ya ni siquiera

nos importaba oír aquel interminable roer suyo. Justo en ese momento

descubrimos la no esclavitud en la rendición total.

Enormes ratas

se encaramaban en las grandes tinajas, se bebían el aceite, se subían al tejado,

se comían las mechas de las candelas, roían con avidez

nuestros zapatos debajo de las camas.

Y en esos momentos imaginabas

que alguien caminaba abajo, en los sótanos, en los subterráneos, dentro de la tierra,

y nosotros, inmóviles, arriba, más allá de los inútiles movimientos,

más allá del miedo al deterioro, como imperecederas, como acabadas.

Una noche se subió una rata a mi cama—se preparaba, quizá,

para masticarme la mano—. La miré a los ojos, casi con compasión.

Ella evitó mi mirada, se dio la vuelta y huyó. Al final

nos abandonaron también las ratas—no porque ya no tuvieran qué comer,

sino porque no les teníamos miedo. Sólo, alguna vez, me acuerdo, mi hermana,

pasada la medianoche, se detuvo un largo rato frente al espejo,

peinándose con mucho esmero. Se recogió los cabellos

y se puso el casco de papá. Así se acostó, con el casco puesto.

Yo fingía dormir. Pero ella: «¿Sabes? —me dijo—,

temo que se coman mis cabellos; —y es que las mujeres calvas

se parecen a las del psiquiátrico, las rapadas. No, no, no quiero»,

y de repente se pareció a papá. Al poco

se quitó el casco, lo dejó en una silla y se quedó dormida.

En el casco, la llama de la vela parpadeaba, verdosa.

Todo se fue retirando con el tiempo, como los ratones, como los aduladores, como las sirvientas

o, más bien, como las olas. Sólo ha quedado un olor a sal,

el olor de un lapso, con nosotras, sin nosotras, —¿qué importancia tiene?—

aquella sal en el pan, en el agua, en el aire—

eso que llamamos libertad, sin que jamás sepamos qué pedimos ni qué es.

Eso es justamente lo que no soportó mi hermana mayor. Una tarde

se metió en la chimenea, se pintó con hollín—los brazos, el rostro, las piernas—,

después se detuvo frente al espejo a mirarse: «Ay, ay—se lamentaba—,

ay, la pobrecita se ha quemado, ay, la negra se ha renegrido», y vertía negras lágrimas,

negras, de verdad, por el hollín. Yo ya no sabía qué hacer;

cogí una tela de seda roja y la hice cintas. Entonces, de inmediato,

ella se calló. Miró por la ventana casi tranquilizada

atándose un guiñapo rojo alrededor de la frente.

«El sol—dijo—cuando se pone es rojo, —y qué rojo, Dios mío.

Todos pasamos, por tanto, nos serenamos». Y de pronto resplandeció la tarde

roja, con manchas lilas y verdosas. Me acerqué a la ventana. En el jardín,

debajo de una butaca, se distinguían unas sandalias grandes,

muy grandes y muy púrpuras, —no eran de ninguno de nosotros. Arriba en los cerros

comenzaron a tañer las campanas vespertinas. Una sirvienta

corría bajo los eucaliptos escondiendo algo en su seno. Y cayó la noche.

Así pasaron los años (¿cómo pasaron?—no me di



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