(CrÃ3nicas De La Serpiente Emplumada 01)EL LIBRO DEL MENSAJERO by Edgardo Civallero
autor:Edgardo Civallero
La lengua: es
Format: mobi
Tags: sf_fantasy
publicado: 2010-01-01T00:00:00+00:00
1 de Julio, 1493. Finalmente la costa habÃa girado hacia el sur. Todo el litoral era una jungla espesa, un telón inacabable de pantanos, estuarios, islas, marismas, lodazales y manglares. Ya no llovÃa. Al no ser posible recoger el lÃquido lÃmpido caÃdo del cielo, no les quedaba más remedio que detenerse en las desembocaduras de algunos riachos a cargar agua lodosa, que debÃan dejar reposar en las pipas de madera para poder beberla desprovista de parte del barro que llevaba. Y habÃa que beberla pronto, antes de que se corrompiese.
Los primeros vómitos sanguinolentos de la disenterÃa comenzaron dos dÃas después. Cinco de los hombres âmarineros de Palos y de Moguerâ perdieron el color oscuro de sus pieles quemadas por el sol y quedaron inertes, amarillentos, tendidos en el fondo de los balandros. Las náuseas eran imparables, también las diarreas. Los especÃficos del boticario se habÃan agotado hacÃa tiempo, y aunque los hubieran tenido a mano, no hubieran sabido cómo aplicar esas medicinas. ¿Qué los enfermó? ¿Fueron los mosquitos, el agua cenagosa, las últimas bayas que comieron y que nadie más quiso probar? Quizás el cirujano o el fÃsico hubieran podido decirlo, si no fuese por un pequeño detalle: uno âmaestre Juanâ era el hombre que degolló Balmaceda en Kosom Luâumil, cuando forzó a una mujer itzá. El otro, maestre Alonso, murió de una puñalada que salió de la misma mano.
La fiebre de los enfermos aumentó, el color de su piel pasó de amarillo a un pálido grisáceo sobre el que brillaban algunas gotas de sudor frÃo. Sus extremidades temblaban, sus ojos extraviaron la mirada en puntos inexistentes. El delirio trajo recuerdos mezclados de mujeres andaluzas, de chaconas y vihuelas en Nochebuena, de azumbres de vinos blancos de Cazalla y AlanÃs en bodegones de un puerto...
Al amanecer del 6 de julio, los cinco cadáveres fueron arrojados por la borda de los balandros, sin más ceremonias que una plegaria rezada en voz baja por sus compañeros de aventuras.
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