Condecoración de plomo by Elliot Dooley

Condecoración de plomo by Elliot Dooley

autor:Elliot Dooley
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Novela
publicado: 2019-03-24T23:00:00+00:00


CAPÍTULO VI

Los interrogatorios se intensificaron a raíz de la muerte de Thomas Higden.

Uno de los primeros prisioneros en ser llamados a declarar fue el propio Jean Higden. Pero, aunque conocía las últimas palabras de su padre a él destinadas, y por tanto la identidad de quienes lo habían matado, no dijo nada.

Los japoneses no fueron muy exigentes con Jean, pensando que de conocer a los «asesinos» de su padre, los denunciaría.

Pero no lo hizo, pese a que los conocía.

A veces los listos se pasan de serlo. Y los japoneses se equivocaron al juzgar a Jean Higden y los hombres de aquel campo de concentración.

Había corrido la voz de que el viejo hacendado había muerto por ser un delator. Y se sabía que no había ofrecido resistencia a la muerte. Los prisioneros no ignoraban que había visto llegar a quienes iban a matarlo y que había acatado su suerte. También sabían que si alguien hablaba más de la cuenta siempre quedaría alguien capaz de hacer con él lo que se hizo con el viejo Higden.

Por patriotismo, solidaridad… o miedo, todos callaban.

Y los interrogatorios seguían su curso cada vez con mayor crueldad. Muchos eran los que no podían resistirlos.

El coronel Urakawa decía a los hombres que comparecían cada día ante él:

—Si no habláis, moriréis todos en Son Tay.

La convicción de que sería así hizo acelerar los preparativos para una evasión en masa.

El capitán Wartberg reunió a los hombres del barracón número cuatro y les habló con toda claridad:

—Tenemos que escapar de aquí lo antes posible. De lo contrario acabarán con todos nosotros en los interrogatorios.

—No creo que podamos lograrlo todos —dijo uno de los prisioneros.

—Tenemos que intentarlo. No podemos dejar a nadie detrás de nosotros —respondió Wartberg—. Los que se queden en el campo al huir los demás pueden ser considerados como cómplices y perderán la vida. Serán atormentados y luego morirán.

Los prisioneros asintieron con un murmullo. Estaban convencidos de que aquello era cierto. Por eso, además de no hablar, se mostraron acordes en intentar la fuga en común.

El problema era encontrar un plan practicable para que no quedase nadie en el campo. Todos los prisioneros debían escapar o morir en el intento.

Sobre ello estaban discutiendo los hombres del barracón número cuatro cuando entraron unos soldados japoneses con un suboficial a la cabeza.

Las conversaciones cesaron como por ensalmo.

La visita aquélla significaba una cosa: alguien iba a ser interrogado.

El suboficial sacó un papel y empezó a leer:

—Jeremy O’Hara… Perry Rigmore… Burt Jamesson… ¡Vengan aquí!

Los interpelados se pusieron en pie y se dirigieron hacia la puerta.

El primero en llegar fue Perry. Al situarse frente al suboficial japonés, rezongó:

—Perry Rigmore, presente.

El suboficial lo miró fijamente. Parecía esperar algo. Dio un paso hacia Perry y le abofeteó.

—¿No sabes lo que has de hacer delante de un soldado japonés?

Dominándose, Perry se acordó del coronel Tsuroka. Muchas veces se había inclinado ante él. Volvió a hacerlo, deseando que aquel suboficial sufriese la misma suerte que el coronel.

O’Hara y Jamesson se despidieron de sus camaradas. Temían no regresar. Luego se inclinaron ante los soldados japoneses al igual que lo había hecho Perry.



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