Cazadores de Microbios by Paul De Kruif

Cazadores de Microbios by Paul De Kruif

autor:Paul De Kruif [Kruif De, Paul]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación
ISBN: 9789700716886
publicado: 2010-11-10T23:00:00+00:00


IV

Al modo de Behring, aunque tal vez con más apasionamiento que éste. Roux creía firmemente y de antemano, que la antitoxina salvaría a los niños de las garras de la difteria; dejó de ocuparse de los métodos preventivos, olvidó lo de las gárgaras y se afanó, yendo y viniendo de las cuadras al laboratorio, llevando grandes frascos panzudos y asaeteando los cuellos de los pacientes caballos. Precisamente, entonces, en opinión de Roux, una raza de bacilos diftéricos muy virulentos se estaba infiltrando en las casas de París. En el hospital de niños, cincuenta de cada cien de éstos, o -al menos así constaba en las estadísticas, eran conducidos al depósito de cadáveres, con las caritas cárdenas. En el Hospital Trousseau subía a sesenta por ciento la proporción de niños que morían: pero no está claro que los médicos tuvieran la segundad que toda la mortalidad fuese debida a la difteria. El día 1° de febrero de 1894, Roux, el del tórax estrecho, cara de halcón y gorro negro, entraba en la sala de diftéricos del hospital de niños llevando frascos de su suero ambarino y milagroso.

En su despacho del Instituto de la rué Dutot, con un resplandor en los ojos que hacía olvidar a sus deudos que estaba condenado a muerte, permanecía sentado un hombre paralítico que quería saber, antes de morir, si uno de sus discípulos había conseguido extirpar otra plaga; era Pasteur, en espera de noticias de Roux. Además, en todo París, los padres y madres de los niños atacados rezaban para que Roux se diese prisa, conociendo ya las curas maravillosas del doctor Behring, que, al decir de las gentes, casi resucitaba a los niños, y Roux se imaginaba a todas aquellas personas elevando hacia él sus manos implorantes.

Preparó sus jeringuillas y sus frascos de suero con la misma tranquilidad que había causado el asombro de los ganaderos, años antes, con ocasión de los grandes días de la vacunación antirrábica en Poully-le-Fort, Mertín y Chaillu, sus ayudantes, encendieron la lamparilla de alcohol y se dispusieron a anticiparse a la menor indicación de su jefe. Roux miró a los médicos impotentes y después a las caritas de color plomizo, a las manitas que agarraban convulsivamente las sábanas de las camas, y a los cuerpos que se retorcían para conseguir un poco de aire.

Era un dilema horrible. Quedaba por apurar otro argumento que el espíritu del investigador que Roux llevaba dentro podía haber opuesto al hombre de sentimientos; podía haberle preguntado: «Si no salimos de la duda haciendo el experimento con estos niños, el mundo puede caer en la creencia de que dispone de un remedio perfecto para la difteria; los bacteriólogos cesarán de buscar otros, y en años venideros podrán morirse miles de niños que podían haberse salvado, de haberse continuado una investigación científica tenaz».

Las jeringuillas estaban preparadas; el suero penetró en ellas al tirar de los émbolos, y dieron comienzo las inyecciones misericordiosas y tal vez salvadoras; cada uno de los trescientos niños que entraron en el



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