Cantiga de Agüero by Carmen Gómez Ojea

Cantiga de Agüero by Carmen Gómez Ojea

autor:Carmen Gómez Ojea [Gómez Ojea, Carmen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1982-01-01T00:00:00+00:00


La leyó varias veces y se durmió muy satisfecha. Antes del alba, llegó sigilosa hasta el dormitorio del secretario, nerviosa por los chirridos de sus pies descalzos sobre la madera, que en aquel silencio le sonaban estrepitosos. Deslizó la nota por debajo de la puerta y regresó temblando a su alcoba, con el corazón palpitante de impaciencia y alegría.

Froilán Fonseca, cada vez que volvía a pensar en sus ascendientes hebreos, sufría casi convulsiones y movimientos coreicos de las extremidades pero, por otra parte, sus sentimientos antijudíos le servían como pretexto para ejercitar su diversión favorita: la discusión polémica y apasionada. Era, además, una suerte que su contrincante fuese un simpatizante furibundo de las doce tribus.

Aquella noche, Constanza comprobó consternada que su tío se arrellanaba en una butaca del pequeño salón contiguo al comedor, dispuesto a estropearle la velada. Por un instinto de pudor dormido, no quiso sentarse en el canapé de sus placeres, acomodándose en una silla de rígido respaldo que la obligó a adoptar una postura envarada, concorde con la seriedad adusta de su rostro, que no podía disimular y en la que su tío no reparó en absoluto, ajeno como estaba totalmente a su presencia.

Como si mis desgracias no fueran ya suficientes para abrumarme, acabo de descubrir esta misma tarde que la segunda esposa de Meen Allariz de Ulloa era leprosa. Yo, en realidad, desciendo de la primera, que, aunque tan marrana como la otra, no sufría de esa horrible enfermedad.

¿Leprosa? Es raro en una judía. En el Levítico, del que es especialista Constanza —ella parpadeó ufana, sonriendo con toda la boca abierta—, Jehová enseña a su pueblo, por mediación de Moisés y Aarón, a protegerse de esa plaga que afectó sobre todo a los cristianos.

Querido Simón —Froilán Fonseca encendió un cigarrillo haciendo a la par un gesto de petición de permiso cortés y ritualista a Constanza, que no lo miraba, pendiente como estaba del secretario—, admiro tu sagacidad para traer a colación la superioridad del judío y aprovechar cualquier observación mía para endosarme tus conocimientos eclesiales, que no son en modo alguno mi fuerte. Ese Pueblo Elegido por el que siento el más fiel y leal desamor, repulsión y asco, puede —lo dudo— ser una raza superdotada, pero de lo que estoy absolutamente seguro es de que lo que en sí sobresale muy por encima de las otras: actitud rastrera, hipocresía, la sinuosidad y el orgullo enmascarado bajo la falsedad de esa careta de servilismo, no la honra en absoluto. Y no me hables ahora de esos judíos franceses tan asimilados como yo mismo. Esos no representan al judaísmo. Me estoy refriendo a los que pueblan y minan los países orientales de Europa, concretamente a los que tienen que sufrir los pobres polacos, a quienes sinceramente compadezco. Querido Simón —chasqueó la lengua, moviendo al mismo tiempo la cabeza en una negativa calmosa—, allí, en Polonia, está la flor y nata de la judería y es como para reventar de asco o de risa, viendo a aquellos monstruos



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