Cantata para el fin de los tiempos by César Pérez Pinzón

Cantata para el fin de los tiempos by César Pérez Pinzón

autor:César Pérez Pinzón
La lengua: spa
Format: epub
editor: Cooperativa Editorial Magisterio
publicado: 1996-04-30T16:00:00+00:00


Ya empezó a toser;

yo lo sabía. Siempre fue terco, y al encontrar algo prohibido, más quería contravenirlo. Recuerdo su costumbre de mirar por todas partes en busca de lo indebido. Ya no era un niño, pero tampoco un muchacho, y había que cerrar con llave las puertas en los momentos de intimidad. Si me cambiaba de ropa o me dirigía al baño, antes de preocuparme por la higiene de mi cuerpo, debía asegurar la puerta de manera consagrada. En cualquier momento se escurría y al volverme, encontraba su ojo como una luciérnaga nerviosa. Claro, yo tuve la culpa, porque cuando estaba más pequeño me desnudaba frente a él e ignoraba cómo derramaba su curiosidad en mi vellosidad, en la redondez de mis pechos y mis caderas. Era natural que así fuera, estaba descubriendo el mundo; pero después... era infame. No había carta que llegara a mis manos que él no quisiera conocer. Lo narrado por Ascanio sobre la finca, debía ser bien explicado al muchacho, y hasta quería enterarse del presupuesto familiar aunque sabíamos que no podría entenderlo. Era simplemente la necesidad de tragarlo todo por el simple hecho de tragarlo. Si escuchaba un murmullo allí estaba con la oreja en alto para no perder un detalle. Laura y Ascanio debían dejar sus charlas privadas para cuando hubiera salido al colegio, o aprovechar cualquiera de sus ausencias momentáneas.

Menos mal abandonó con el tiempo su curiosidad, al empezar a preocuparse por los libros. Ahora su curiosidad era bien disimulada, es decir, no se podía asegurar si persistía, sólo imaginarlo. Y es que era inaguantable seguir así, bajo su registro malsano de cualquier instante de recogimiento ajeno. Y lo peor, empezó a ignorar lo que no tuviera que ver con el cuerpo de las mujeres. Su desinterés por lo demás se fue al otro extremo; mostraba apatía por las cosas de la casa, por lo que hablaran sus padres, por mis cartas, por las finanzas, por la visita de cualquier vecino; hasta la muerte, que tanto lo impresionaba antes, dejó de tener aspecto sombrío y lo único era poner el ojo en una falda levantada por la brisa, un seno al descubierto (que en casa donde hay mujeres nunca falta), o en la lentitud de una de nosotras al maquillarnos. Entrecerraba los ojos y abría la boca sin perder movimiento de la mano que dibujaba la forma de los labios con el lápiz, en la curva de las cejas, en los polvos de las mejillas. Pero lo que más le gustaba y nos pedía a gritos que lo dejáramos ver, era el momento de ponernos las medias. Se quedaba quietico como en oración, y seguía con celo la suavidad mágica que envolvía la pierna al recorrido de la media hasta lo alto del muslo donde se unía al liguero. Hasta ahí llegaba nuestra indulgencia. En adelante, que chillara hasta reventar.

Fue la época más difícil para nosotras; sobre todo para mí. Laura no lo aceptaba por completo, pero en ocasiones sonreía como si aquello la divirtiera.



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