Canciones para tiempos oscuros by Ian Rankin

Canciones para tiempos oscuros by Ian Rankin

autor:Ian Rankin [Rankin, Ian]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2020-10-01T00:00:00+00:00


21

—Tú —dijo Cole Burnett a Benny con unos labios agrietados y manchados de sangre seca— estás muerto, chaval.

Burnett estaba atado a una destartalada silla metálica, de esas que uno encuentra arrojadas a un contenedor de basura cuando están reformando un edificio de oficinas. Tenía un ojo bastante hinchado y, como Benny lo había desnudado hasta dejarlo en paños menores, se veían hematomas que habían empezado a formarse en las costillas y en los riñones. La cara llena de marcas de acné; el pelo engominado y muy corto. A Benny le había llevado más tiempo del previsto dar con él y, en vez de subirse al coche como él se lo ordenó, el adolescente dio media vuelta y salió huyendo. Era más rápido que Benny y conocía mejor los barrios de Moredun y Ferniehill, y se metió por caminos de peatones y atravesó parques por los que resultaba imposible seguirlo en un vehículo. Después de eso, se volvió invisible. Benny tuvo que recurrir a pedir favores y soltar demasiada pasta para su gusto para que el vecindario empezase a darle soplos al oído. Se intercambiaron mensajes de texto, rumores que resultaron ser infundados. Pero al final Benny se impuso.

Aunque el jefe no estaba contento del todo, el club había abierto para la noche, de modo que Benny tuvo que llevar a Burnett a un taller mecánico que había en una calle próxima a Tollcross, cuya puerta metálica rara vez estaba abierta salvo en mitad de la noche, cuando podía ser que llegara un coche con necesidad de cambiar las matrículas e incluso recibir una mano de pintura. Dicho taller no estaba insonorizado, pero los vecinos sabían que no debían indagar ni quejarse.

La ropa de Burnett formaba un montón junto a la silla. Benny la había registrado, pero no había encontrado gran cosa. Un poco de hierba y unas cuantas pastillas, que ahora estaban a buen recaudo dentro de sus propios bolsillos. Un par de cientos de libras en efectivo, que acabaron en el mismo sitio. Las tarjetas bancarias se las dejó, junto con el condón. No podía llevarse el último condón de un hombre, era posible que Burnett tuviera suerte más tarde, aunque Benny lo dudaba. Se terminó su último cigarrillo y aplastó la colilla contra el suelo de hormigón salpicado de manchas de aceite. Esa noche en el taller no había nadie, el foso de inspección estaba tapado. La mayoría de las herramientas se guardaban en una serie de armarios metálicos provistos de candado, y por esa razón Benny se había traído las suyas, del maletero del Mercedes. Las dejó encima de un banco de trabajo, directamente en la línea visual de Burnett.

—Dame un pitillo, tío —pidió Burnett, y no por primera vez. Las otras genialidades que había dicho eran «Aquí hace un frío de cojones, tío» y «¿Sabes quién soy?». Estaba repitiendo la última cuando llegó Cafferty, Ger el Grandullón. Fulminó a Benny con la mirada durante unos instantes y pasó junto a él para sentarse en la silla. Iba vestido con un plumífero de color negro, con la cremallera subida hasta el cuello.



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