Cancion de antiguos amantes by Laura Restrepo

Cancion de antiguos amantes by Laura Restrepo

autor:Laura Restrepo
La lengua: spa
Format: epub
editor: Alfaguara
publicado: 2022-04-26T16:00:00+00:00


Harar, en el corazón de la vieja Etiopía: hic sunt leones, aquí hay leones, señalamiento en los mapas de una tierra no pisada por cristianos, a quienes de hecho durante siglos se les prohibió la entrada a la ciudad, que encerraba sus misterios tras una alta muralla circular. A dos mil metros de altura, en una altiplanicie barrida por los vientos y rodeada de montañas que el aire vuelve azules, conviven el pueblo amhara, el oromo, el somalí, el tigray, el musulmán, el cristiano, el harari, el sidama, el gurage y el wolayta. Harar, la ciudad utópica y mística, la de la gnosis, las cien mezquitas, la cruz cristiana, la espiritualidad sufista, la filosofía hermética… A fin de cuentas bien puede ser cierto que el centro del mundo no sea París, sino Harar.

Entro a la medina por la puerta de Shoa y a través del gran mercado, y así, de sopetón, se me inundan los ojos de colores. Cada muro ha sido pintado con un pigmento distinto con cal tinturada; cada mujer va envuelta en cuatro o cinco telas, cada tela estampada en cuatro o cinco tonos; cada canasto repleto de frutas rojas y verduras amarillas, arrumes de café tierno o tostado, brillantes hojas de khat. En los puestos de especias, los olores pican y se vuelven color: pardo el jengibre, naranja la cúrcuma, gualdo el fenogreco, negro el cardamomo, verde tierno la besobela, ocre la nuez moscada, morena la canela, morados los chiles secos, oro rojo el azafrán, rojo fuego el pimentón.

Tan genial sinsentido para combinar gamas al tuntún yo sólo había visto en otros dos lugares, Oaxaca, en México, y Chichicastenango, en Guatemala. Aquí, en Harar, cobran vida todos los colores de la caja de ciento veinte lápices de Faber-Castell, el mejor regalo de mi vida, el que me hizo mi madre cuando cumplí diez años, la caja de ciento veinte lápices de colores de Faber-Castell, como quien dice el Ferrari, el Hermès, el Cartier de las cajas de colores, un estuche de madera negra forrado en fieltro rojo y con doble piso para albergar su preciosa corte, sesenta lápices arriba y sesenta abajo en perfecta secuencia descendente del negro hasta el blanco.

Que recuerde, nunca pinté nada con ellos, total para qué, por sí solos eran ya la obra de arte. Me bastaba con abrir la caja y quedar hipnotizado con tantos matices y nombres, amarillo cadmio, amarillo cromo, rojo escarlata, magenta, geranio rojizo, rosa púrpura, carmín, malva, azul ultramarino, azul cobalto, verde esmeralda, marrón Van Dyck, siena tostado, rojo veneciano, para mencionar apenas unos pocos. Me gustaba esparcir sobre la mesa los ciento veinte como si fueran palitos chinos y observar los maridajes que producía el azar: el azul ultramarino cruzándose en H sobre el siena tostado y el berenjena, o el borravino formando una X con el verde chartreuse. También me maravillo ahora en los callejones entorchados de Harar, al ver pasar, contra un muro lavado en óxido de hierro, a una anciana que lleva túnica



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