Camino A Caná by Anne Rice

Camino A Caná by Anne Rice

autor:Anne Rice
La lengua: es
Format: mobi, epub
Tags: Fatasia, Relato
editor: eBook's Xibalba
publicado: 2014-01-01T08:00:00+00:00


15

Era una lluvia tan densa y violenta que trajo con ella el crepúsculo y cerró el mundo a los ojos de los hombres. Santiago y Esther recogieron a Abigail, incapaz de sostenerse en pie, y Santiago la cargó sobre su hombro, para llevarla con más facilidad, y todos corrieron hacia el pueblo o en busca de algún refugio.

Con mis hermanos, me hice cargo de José, lo aupamos a hombros y corrimos colina abajo.

Estábamos empapados hasta los huesos cuando llegamos a nuestra calle, y la calle era un torrente. Apenas había luz para guiarnos entre las sombras, y alrededor oíamos el chapoteo de pasos, exclamaciones de temor y fragmentos de jaculatorias.

Pero conseguimos llegar a nuestro patio, abrir presurosos las puertas de la casa y precipitarnos todos dentro.

Depositamos en el suelo a José con todo miramiento, y su pelo blanco chorreaba, aplastado contra su calva rosada. Lámpara tras lámpara fueron encendidas.

Las mujeres, todas en grupo, se llevaron a Abigail al interior de la casa, y sus sollozos iban despertando ecos en las paredes y las escaleras por las que subieron hasta las habitaciones pequeñas del segundo piso, reservadas a las mujeres. Los hombres se dejaron caer exhaustos en el suelo.

La vieja Bruria y mi madre trajeron ropa seca para todos, acompañadas por María la Menor y Mará, que habían estado con ellas todo el rato. Se ocuparon de secarnos, llevarse nuestros vestidos mojados y frotarnos el pelo.

Santiago estaba tendido sin resuello, mirando al techo.

Entró el viejo tío Alfeo, asustado y sorprendido. Luego apareció tío Cleofás, chorreando agua y sin aliento. Con él entró el último niño que faltaba. Fue él, ayudado por Menahim, quien atrancó la puerta.

La lluvia repiqueteaba sobre la techumbre. Bajaba por los desagües y los caños hacia las cisternas, el mikvah y los numerosos cántaros colocados bajo los canalones alrededor de la casa. Golpeaba los postigos de madera. Chocaba, ráfaga tras ráfaga, contra las puertas, que crujían.

Nadie habló mientras nos secábamos y poníamos la ropa limpia que nos ofrecían. Mi madre cuidaba de José, y le ayudaba a quitarse con cuidado los vestidos empapados. Los chicos soplaban las brasas e iban de un lado a otro excitados, buscando más lámparas que encender en aquella estancia cómoda y resguardada.

De pronto, llamaron a la puerta.

—Si se atreve —dijo Santiago, que se puso en pie y agitó el puño en el aire—, si se atreve a venir aquí, lo mato.

—Calla, basta ya —le ordenó su esposa Mará.

Llamaron de nuevo, discretamente pero con insistencia.

Oímos una voz al otro lado de la puerta.

Fui hasta la entrada, retiré la tranca y abrí.

Eran Rubén, con sus finos vestidos de lino tan empapados como los de cualquiera, y su abuelo, encogido bajo un cobertor de lana; y detrás de ellos, sus caballos y los sirvientes que habían alquilado.

Santiago les dio de inmediato la bienvenida.

Yo acompañé a los sirvientes y los animales al establo. La puerta estaba abierta, de modo que todo estaba mojado en el interior, pero pronto los caballos estuvieron desensillados y con un montón de heno fresco en el suelo.



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