Bronte, Emily by Cumbres Borrascosas
autor:Cumbres Borrascosas
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00
reconocer a Eduardo o echar de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de dolor por la pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello: es demasiado doloroso. Aumentaba su disgusto, a lo que se me alcanza, la pena de no tener un heredero varón. También yo lamentaba lo mismo mientras contemplaba a la huerfanita y maldecÃa mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que en aquel caso fuese heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a mi juicio, resultado lo más lógico.
Aquella niña llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita se hubiese muerto llorando en las primeras horas de su existencia, a todos en aquel momento nos hubiera tenido sin cuidado. Más tarde rectificamos, pero el principio de su vida fue tan lamentable como probablemente será su fin.
La mañana siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se filtraba a través de las persianas e iluminaba el lecho y a la que en él yacÃa con un dulce resplandor.
Eduardo tenÃa los ojos cerrados y apoyaba la cabeza en la almohada. Sus hermosas facciones estaban tan pálidas como las del cuerpo que yacÃa a su lado. Su rostro transparentaba una angustia infinita, y en cambio, el rostro de la muerta reflejaba una paz infinita. TenÃa los párpados cerrados y los labios ligeramente sonrientes. Creo que un ángel no hubiese estado más bello de lo que ella lo estaba. Aquella serenidad que emanaba de la difunta me contagió. Jamás sentà más serena mi alma que mientras estuve contemplando aquella inmóvil imagen del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetà las palabras que Catalina pronunciara poco antes: se habÃa remontado sobre todos nosotros. Fuese que se encontrara en la tierra todavÃa, o ya en el cielo su espÃritu, indudablemente estaba con Dios.
Quizá sea una cosa peculiar mÃa, pero el caso es que muy pocas veces dejo de sentir una impresion interna de beatitud cuando velo un muerto, salvo si algún afligido allegado suyo me acompaña. Me parece apreciar en la muerte un reposo que ni el infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la sensación de un futuro eterno y sin sombras. SÃ; la Eternidad. Allà donde la vida no tiene lÃmite en su duración, ni el amor en sus transportes, ni la felicidad en su plenitud. Y entonces comprendà el egoÃsmo que encerraba un amor como el de Linton, que de tan amarga manera lamentaba la liberación de Catalina. Cierto es que, en rigor, teniendo en cuenta la agitada y rebelde vida que habÃa llevado, cabÃa dudar de si entrarÃa o no en el reino de los cielos, pero la contemplación de aquel cadáver con su aspecto sereno facilitaba toda vacilación.
-¿Usted cree -me preguntó la señora Dean- que personas asà pueden ser felices en el otro mundo? DarÃa algo por saberlo.
No contesté a la pregunta de mi ama de llaves, pregunta que me pareció un tanto poco ortodoxa. Y ella continuó:
-Temo, al pensar en la vida de Catalina Linton, que no sea muy dichosa en el otro mundo.
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