Bernardo Bertolucci by Enric Alberich

Bernardo Bertolucci by Enric Alberich

autor:Enric Alberich [Alberich, Enric]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Cátedra
publicado: 2017-04-12T22:00:00+00:00


Luces, cristales y reflejos tienden a quebrar rostros y cuerpos, reproduciendo el desgarro interior que ofrecen los retratos de Francis Bacon.

Si en La estrategia de la araña el primordial referente plástico era la pintura de Magritte, en El último tango... es el genial Francis Bacon quien toma el relevo en este aspecto. Al inicio de la fase de preparación de la película, Bertolucci y Vittorio Storaro visitan una exposición del trabajo de Bacon organizada en el Grand Palais y que lleva el elocuente título de Naturaleza en descomposición. Allí, frente a la luz tan especial de aquellos inquietantes cuadros, frente a sus densos colores al borde de la saturación, ambos encuentran la clave lumínica y cromática que estaban buscando. Más tarde, el cineasta vuelve a visitar la exposición en compañía de Marlon Brando, procurando que el intérprete se compenetre con los torturados personajes de Bacon, dotados de una infernal plasticidad. Bertolucci pretendía que Paul fuera como Lucien Freud y los demás personajes que el artista británico retomaba obsesivamente, con esos rostros devorados por algo que procede de sus entrañas, algo que les corroe por dentro47. El director rendirá justo tributo a Francis Bacon en los créditos iniciales del film, puntuados por sus lienzos, y dicha influencia pictórica, que está en el corazón mismo de la película, será también muy manifiesta en aquellos recurrentes planos en los que los personajes tan solo se dejan entrever tras un vidrio grabado y translúcido, que recorta las siluetas al tiempo que las deforma un poco, quebrándolas a la manera de los rostros desencajados trazados por el pintor.

Como todo gran film, El último tango... dispone de un arranque en el que ya está inscrito su desarrollo e, implícitamente, su desenlace. En el plano inaugural, la cámara desciende velozmente desde una posición en picado hasta llegar a la altura de un Paul que se tapa los oídos con las manos —como en el célebre cuadro El grito, de Munch—, mientras profiere una blasfemia y el metro aéreo del viaducto de Passy transita ruidosamente por encima de él. Paul reemprende la marcha con lentitud, como vagabundo sin rumbo, con la mirada perdida, ostensible víctima de ese extravío interior que aprisiona a todo derrotado por la vida. Una chica, Jeanne (Maria Schneider), alcanza su altura, le adelanta, le observa un momento con extrañeza y prosigue su andadura. Al llegar junto a un barrendero que recoge las hojas muertas, la chica salta alegremente por encima de la escoba, en un brinco que refleja su jovialidad, su afán lúdico. Si Paul es el pasado, Jeanne es el presente. Si Paul es la tristeza, Jeanne es la alegría. Tras localizar el piso que pretende alquilar, la joven llama a su madre desde una cabina y el cineasta se demora en la mostración de su atavío: abrigo largo, vestido minifaldero, cinturón a juego con las botas altas y, coronando su cabeza, un sombrero oscuro très chic. No hay duda de que nos encontramos ante una chica de su tiempo.

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