Bélver Yin by Jesús Ferrero

Bélver Yin by Jesús Ferrero

autor:Jesús Ferrero [Ferrero, Jesús]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1981-12-31T16:00:00+00:00


11. Dos samurais

Cuando llegó a la galería halló a Góel con un sable en la mano.

―¿Le gusta? ―preguntó Christopher.

―Mucho ―dijo Góel―. ¿Cómo lo adquirió?

―Se los cambié por una talla a un armero japonés. Hay otro semejante, ¿lo ve? ―dijo señalando un lugar en la pared.

―Sí ―contestó él―. Podríamos entablar un combate, un combate pacífico, claro es. Ya veo que los filos están inutilizados.

―No del todo ―indicó Christopher―, pero podríamos hacerlo.

―¿Dónde?

―No habrá límites precisos, toda la casa nos pertenece. ¿Usted elige ése?

―Sí.

―Entonces yo cojo éste ―dijo descolgando del muro el otro sable―. Pero mejor retiremos antes esa mesa, ¿no le parece?

Ambos apartaron el mueble hasta dejar un amplio espacio libre en aquella parte de la galería.

―Imagínese que entra alguien y nos ve en esta actitud ―dijo Whittlesey mientras se quitaba la chaqueta―. Nos tomaría por locos.

Góel estalló en una carcajada estruendosa que lo dejó completamente escandalizado de sí mismo.

―Seguramente ―dijo después, pasando el dedo por la hoja―, pero qué puede importarnos la opinión de los ignorantes. La esgrima es un placer de dioses, según un proverbio samurai que sin duda usted conoce.

―Ese proverbio es una gran verdad ―afirmó Christopher blandiendo la espada.

Fue entonces cuando Góel se dio cuenta de lo delgado que era su anfitrión y de lo bien conformado que estaba su cuerpo. Además, aquel sable en la mano le daba un aire casi juvenil.

―¡En guardia! ―gritó Whittlesey.

―¡En guardia!

Las hojas se tocaron un instante y ambos dieron un paso hacia atrás.

Pronto empezaron a dejarse llevar por los sonidos metálicos que les obligaban a mover los labios, ya sincronizados como las armas. Christopher era más lento y elegante, más ceremonioso; pero Góel le superaba en gracia y su cuerpo exhalaba una frescura todavía adolescente.

Cruzaron el comedor y comenzaron a subir las escaleras. Góel de espaldas, apoyándose a veces en el muro; y Christopher de frente, acosándole con prudencia. Les gustaba colocarse así, y sentían predilección por esos lances en los que era necesario bajar el arma o subirla de inmediato, evitando un golpe en los muslos o un golpe en el pecho.

―¡Tocado! ―gritó Góel, tras haber rozado con el sable a Whittlesey.

―Sea ―dijo él, y retrocedió un paso―. ¿Qué le parece si comenzamos de nuevo?

―¡En guardia! ―dijo Góel sin más preámbulos.

―¡En guardia! ―respondió Christopher.

Remontaron el primer tramo de la escalera y siguieron avanzando a lo largo del pasillo.

Entraban y salían de las habitaciones, abrían y cerraban puertas, se fundían a la oscuridad o surgían a la luz como sombras tras la pantalla de un teatro de siluetas.

Importaba más el hecho mismo de luchar que el de tocar con el arma al otro, y era como dejar que los sables estableciesen su propio litigio impersonal más allá de las voluntades de quienes los manejaban.

A veces sus piernas se cruzaban mientras las hojas separaban sus rostros a punto de converger. En una de esas ocasiones Christopher cayó al suelo. El sable de Góel le había rozado el brazo y una mancha roja brotó sobre la tela blanca de su camisa.

―¡Eres un salvaje! ―gritó―. ¿No ves? Sabías que las armas no eran del todo inofensivas.



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