¡Vivir! by Ayn Rand

¡Vivir! by Ayn Rand

autor:Ayn Rand [Rand, Ayn]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1937-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo 6

No hemos escrito desde hace treinta días. Porque desde hace treinta días no hemos venido aquí, a nuestro túnel. Nos han descubierto.

Ocurrió la noche en que escribimos por última vez. Olvidamos, aquella noche, observar la arena del cristal que nos dice cuándo han transcurrido las tres horas y es tiempo de volver al Teatro de la Ciudad. Cuando lo recordamos, toda la arena había pasado.

Fuimos corriendo al Teatro. Pero la enorme tienda se levantaba gris y silenciosa en el cielo.

Las calles de la Ciudad se extendían ante nosotros oscuras, anchas y desiertas. Si hubiésemos vuelto a escondernos a nuestro túnel, nos habrían descubierto con nuestra luz. Así que caminamos a la Casa de los Barrenderos.

Cuando el Consejo de la Casa nos interrogaron, miramos las caras del Consejo, pero en ellas no había curiosidad, ni ira, ni piedad. Así que cuando el más viejo de ellos nos preguntó: «¿Dónde han estado?» pensamos en nuestra caja de cristal, en nuestra luz y olvidamos todo lo demás. Contestamos:

«No se los diremos».

El más viejo no nos preguntó nada más. Ellos se dirigieron a los dos más jóvenes, y les dijeron, y su voz tenía un tono aburrido.

«Lleven a sus hermanos Igualdad 7-2521 al Palacio de la Detención Correccional. Azótenlos hasta que digan dónde estuvieron».

Nos llevaron al Cuarto de Piedra, debajo del Palacio de la Detención Correccional. Este cuarto no tiene ventanas y está vacío, salvo por un poste de hierro. Dos hombres estaban junto al poste, vestidos únicamente con un delantal de cuero y una capucha de cuero sobre el rostro. Los que nos habían llevado hasta allí se fueron y nos dejaron con los dos Jueces que estaban en un rincón del cuarto. Los Jueces eran pequeños, delgados, grises y encorvados. Le dieron una señal a los dos encapuchados.

Ellos nos arrancaron la ropa, nos tiraron al suelo de rodillas y nos ataron las manos al poste de hierro.

El primer latigazo nos hizo sentir como si nuestra espina se hubiera partido en dos. El segundo latigazo detuvo al primero y por un segundo no sentimos nada, el dolor se atoró en nuestra garganta y el fuego corrió por nuestros pulmones sin aire. Pero no lloramos.

El látigo silbaba como el viento. Intentamos contar los golpes, pero perdimos la cuenta. Sabíamos que los golpes caían en nuestra espalda. Pero ya no sentíamos nada. Una parrilla en llamas danzaba frente a nuestros ojos, y no pensamos en nada más que en esa parrilla, una parrilla, una parrilla con cuadrados rojos, y entonces supimos que estábamos viendo los cuadros de la parrilla de hierro de la puerta, y también estaban los cuadrados de piedra de las paredes y los cuadrados que el látigo estaba cortando en nuestra espalda, cruzándose y volviéndose a cruzar en nuestra carne.

Luego vimos un puño ante nosotros. Nos pegó en la barbilla y vimos la roja espuma de nuestra boca sobre los dedos secos, y el Juez preguntó:

«¿Dónde han estado?».

Pero nosotros volvimos la cabeza, la escondimos entre las manos atadas y nos mordimos los labios.



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