Atila. El fin del mundo vendrá del este by William Napier

Atila. El fin del mundo vendrá del este by William Napier

autor:William Napier [Napier, William]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: spanish, novela histórica
ISBN: 9788497346863
editor: La Esfera de los Libros, S. L.
publicado: 2008-01-04T16:00:00+00:00


7

La larga vuelta a casa del desdichado teniente

En el calor y el silencio de la tarde, entre los glotones zumbidos de las moscas que iban congregándose, el solitario soldado romano cortó maleza del cercano bosque y la amontonó en el centro del círculo defensivo. Por encima de la maleza, hizo una gran pira con las estacas de la empalizada y arrastró hasta ella los cuerpos de sus hombres caídos. Tras trasladar el vigésimo cadáver, se dio cuenta de que no iba a ser capaz de hacer nada más ese día, de modo que se alejó un poco, se echó y durmió sin soñar, casi en estado de coma. Al día siguiente, aunque le dolían todas las libras del cuerpo y del alma, consiguió llevar el resto de los cuerpos hasta la pira. El último de todos, su centurión.

Le prendió fuego y se quedó mirándola mientras el sol se ponía por el oeste. Sobre Roma.

Empezó a caminar y se adentró en el bosque.

Pero algún dios desconocido lo seguía con la mirada. El dios que bendice y maldice en el mismo aliento.

Cuando no llevaba más de unos minutos andando, vio algo parecido a una sombra blanca entre los árboles. Salió a un claro iluminado por los últimos rayos del sol, que caían humeantes y oblicuos entre los árboles, y allí, en medio de aquella hermosa luz, estaba Tugha Bán, pastando la hierba dulce y oscura del claro. Aún llevaba la silla de montar, pero a Lucio se le heló la sangre en las venas cuando vio que había una flecha clavada en ella.

Se aproximó y dejó que la yegua herida le acariciara suavemente la mano con el hocico. Levantó la silla con gran precaución, y entonces se le llenó el corazón de gozo. Con inmenso alivio, comprobó que la flecha sólo había atravesado el cuero. La inocente Tugha Bán ni siquiera tenía un arañazo. Y era justo que así fuera. ¿Qué tenía que ver su dulce yegua gris con la violencia y las artimañas de los hombres?

Colocó los brazos sobre el lomo ancho y fuerte del animal, reposó la mejilla en el denso cuero y dio gracias con voz entrecortada. Después, una vez más perdió el dominio de sí mismo y se echó a llorar, Tugha Bán se volvió y observó el arrebato de su dueño con no poca sorpresa, mientras le acariciaba el brazo con el hocico húmedo. Después siguió pastando la hierba dulce y fresca que había a sus pies. Era demasiado buena para dejarla pasar.

Tras sus oraciones, Lucio le quitó la silla, rompió la varilla de la flecha, empujó la cruel cabeza para que saliera por el otro lado y la tiró a la maleza. Volvió a poner la silla y le ciñó la cincha, colocó en su sitio las riendas, montó, acarició el cuello largo y gris moteado de su yegua y tiró de las riendas con suavidad para que se alejara de la hierba. Ella protestó un poco, pero Lucio la azuzó y ella comenzó a caminar al paso.



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