Asesinato por poder by E. B. Ronald

Asesinato por poder by E. B. Ronald

autor:E. B. Ronald [Ronald, E. B.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1956-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo XII

Eran las ocho menos diez cuando crucé la calle y subí al taxi. Le dije al chofer que siguiera derecho, que ya le indicaría luego a dónde ir. Cuando arrancamos miré por la ventanilla de atrás. Otro taxi giró haciendo rechinar los neumáticos y luego aminó la velocidad, detrás de nosotros. Si era el hombre que me había seguido hasta casa, había actuado rápidamente al ver mi taxi detenerse en la puerta de entrada; y tuvo una suerte de los mil demonios al encontrar un taxi vacío en una noche como aquélla. Yo había tenido que esperar veinte minutos por el mío, y me había dirigido a los que alquilan taxis al instante prometiéndoles pagar doble tarifa y una propina, aparte de haber logrado que me telefonearan en el momento en que el taxi llegaba a la puerta de casa. Quienquiera fuera el individuo, sabía cómo arreglárselas.

Hice que el chofer anduviera dando círculos durante un rato, para cerciorarme de que el otro taxímetro me venía siguiendo, y luego le indiqué que me llevara al Belvedere Arms. Llevaba mi Baracuta azul oscuro sobre mi smoking, con un pañuelo de seda blanca sobresaliendo por encima del cuello, y el sombrero peludo color azul de medianoche a fin de que la lluvia no humedeciera el polvo que con todo cuidado había aplicado sobre la crema conque había cubierto la herida de mi sien. El golpe recibido detrás de la oreja ya no producía dolor y, además, no había dejado marca.

Un portero con botones cromados y un gran paraguas de color azul pálido para hacer juego con el de su uniforme, atravesó la calzada para abrir la puerta del taxi al llegar éste. Le di al conductor una libra y bajé. El taximetrista levantó la bandera con un doble «click». El portero me hizo la venia.

—Noche horrible, señor.

—Tremenda —convine yo en el tono de voz que me pareció corresponder a las circunstancias. Puse media corona en su mano, por haberme llevado sano y salvo al otro lado de la vereda, y entré al vestíbulo brillantemente iluminado. La música bailable llegaba por la puerta giratoria de la izquierda. Un hombre de aspecto continental, bajo, regordete, de unos cincuenta años, estaba junto a una mesa redonda en medio de la entrada. Se dirigió de prisa hacia mí con cortés ademán, ligera inclinación de cabeza y sonrisa fija e inexpresiva.

—Buenas noches, señor. ¿Va usted a encontrarse con alguien?

Me imaginé que su tarea sería recordar rostros.

—Buenas noches. He madrugado un poco, para decir verdad. ¿Dónde puedo beber algo?

—Encantado, señor. Hacia adelante. Puede usted dejar el abrigo a la derecha. ¿Puedo saber, señor, a quién espera?

—Oh, creo que preguntarán por mí. Me llamo Bradley. Probablemente en alejados rincones de Londres hubiera aún gente que no supiera cómo me llamaba yo; pero como acostumbraba decir mi vieja abuelita, de qué sirve tener una manija si no se la usa.

—Muy bien, Mr. Bradley. Me encargaré de que su amigo sepa que usted está en el bar.

Dejé mis cosas a una



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