…O llevarás luto por mí by Dominique Lapierre & Larry Collins

…O llevarás luto por mí by Dominique Lapierre & Larry Collins

autor:Dominique Lapierre & Larry Collins [Lapierre, Dominique & Collins, Larry]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Historia, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1967-04-22T16:00:00+00:00


RELATO DE MIGUEL CASTRO,

PRESO 68 753 DE LA CÁRCEL DE MIRAFLORES

Recuerdo que el día que lo trajeron llevaba pantalón caqui y chaqueta de color de chocolate. Sus cabellos eran tan largos que apenas dejaban ver su cara. Lo hicieron avanzar por el pasillo y se detuvieron ante mi camastro. Le empujaron hacia la litera que estaba debajo de la mía.

—Ocuparás ésta —le dijeron.

Éramos aproximadamente un centenar los que estábamos en aquella sala. No había asesinos. A éstos los tenían en otra parte de la cárcel. La nuestra era la sala común número 3. Era una enorme habitación de paredes de piedra, con literas dobles de madera a su alrededor. Cada litera tenía un colchón de paja y una manta. Una sola bombilla colgaba del techo y permanecía encendida toda la noche. Fuera, estaba el patio, el patio común número 3, y en él pasábamos el día. Yo llevaba allí más de seis meses cuando llegó él. Tenía que cumplir un año y medio de prisión, por haber hurtado un saco de maíz al hombre para el cual yo trabajaba en Córdoba.

Desde el primer momento me pareció simpático, aunque aquellos primeros días hablaba muy poco. Le pregunté de dónde venía. «De Palma», dijo. Y no quiso añadir más.

Una noche, dos días más tarde, yo no podía dormir. Oí un ruido, como de alguien que arrastrara los pies y murmurara por lo bajo. Me incorporé y miré hacia el pasillo. Allí estaba el muchacho de Palma, plantado bajo la amarillenta bombilla, con su manta en la mano y jugando a torero en medio de la sala.

Murmuraba: «¡Eh, toro! ¡Eh, toro!», y movía la manta hacia atrás y hacia delante, como si estuviese lidiando un toro en la cárcel de Miraflores. Nunca olvidaré aquel espectáculo. A su alrededor, roncaban las sombras de los otros presos, y él, plantado a solas bajo la extraña luz amarilla, seguía jugando a torero, como si la sala común número 3 fuese la mayor plaza de toros del mundo. Entonces vio que le estaba observando y se detuvo. Se acercó a mí, un poco avergonzado, y me dijo:

—Los toros me traen loco.

Era lo mejor que podía decirme. Yo también era aficionado a la fiesta. Desde entonces fuimos amigos. Siempre estábamos juntos.

Nuestra vida carcelaria era muy simple. Nos hacían levantar a las siete. A la una, nos daban la primera comida: agua caliente y garbanzos machacados. La segunda comida se servía a las siete de la tarde: la llamaban sopa, y era un poco de agua caliente con unos cuantos huesos. Esto era todo. No teníamos que hacer ningún trabajo; sólo barrer el suelo una vez a la semana.

Pasábamos el tiempo paseando por el patio o sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, hablando siempre de toros. Por la tarde, dedicábamos horas enteras a ensayar pases con nuestras mantas. De noche, tumbados en la penumbra, hacíamos proyectos para cuando saliésemos de allí y nos convirtiésemos en toreros. Manolo se compraría un coche, el mayor coche



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