Antigua luz by John Banville

Antigua luz by John Banville

autor:John Banville [Banville, John]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-01-01T05:00:00+00:00


II

Cuando mi hija era una niña sufría de insomnio, sobre todo las semanas de pleno verano, y a veces, por desesperación, suya y mía, ya bien entrada una de esas noches en blanco la envolvía en una manta, la metía en el coche y la llevaba a dar vueltas hacia el norte, por las carreteras secundarias de la costa, pues en aquella época vivíamos junto al mar. A ella le encantaban esas excursiones, pues aunque no se durmiera, le provocaban una amodorrada calma; decía que se le hacía raro estar en pijama en el coche, como si después de todo estuviera dormida y viajara en un sueño. Años después, cuando era una jovencita, ella y yo pasamos un domingo por la tarde recorriendo otra vez esa vieja ruta por la costa. Ninguno quiso reconocer delante del otro las implicaciones sentimentales del viaje, y yo no mencioné el pasado —tenías que ir con mucho cuidado con lo que le decías a Cass—, pero cuando cogimos aquella carretera llena de curvas creo que ella, tanto como yo, se acordó de esos paseos nocturnos y de la sensación, como en un sueño, de deslizarnos por una oscuridad grisácea, con las dunas a nuestro lado y el mar un poco más allá, una línea de fulgurante mercurio bajo un horizonte tan alto que parecía un espejismo.

Hay un lugar, muy al norte, no sé cómo se llama, en el que la carretera se estrecha y transcurre junto a unos acantilados. No son muy altos, pero sí lo bastante altos y escarpados como para ser peligrosos, y hay unas señales de advertencia amarillas por el camino a intervalos regulares. Aquel domingo, Cass me hizo parar el coche y salir a caminar con ella por lo alto del acantilado. Yo no tenía muchas ganas, siempre me han dado miedo las alturas, pero no iba a negarle a mi hija una petición tan sencilla. Era finales de primavera, o principios de verano, y el día era luminoso, con un cielo limpísimo, y había ráfagas de viento cálido procedentes del mar y un olor a yodo en el aire cargado de sal. Sin embargo, no le presté mucha atención a aquella escena llena de centelleos. El aspecto de las aguas agitadas y de las olas abalanzándose contra las rocas me estaba provocando náuseas, aunque procuré armarme de valor en la medida de lo posible. Unos pájaros flotaban en el aire al nivel de nuestros ojos, a no más de unos cuantos metros, casi inmóviles en medio de las corrientes de aire, las alas temblorosas, sus chillidos sonaban como pullas burlonas. Al cabo de un rato el estrecho sendero se hacía aún más estrecho e iniciaba un brusco descenso. Llegamos a un empinado terraplén de arcilla y rocas sueltas a un lado y nada al otro, excepto el cielo y el gruñido del mar. Cada vez estaba más mareado, y avanzaba muerto de miedo, inclinado hacia el terraplén que tenía a la izquierda y apartándome del ventoso abismo azul de la derecha.



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