Americanah by Chimamanda Ngozi Adichie

Americanah by Chimamanda Ngozi Adichie

autor:Chimamanda Ngozi Adichie [Adichie, Chimamanda Ngozi]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2013-01-01T05:00:00+00:00


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Todo el mundo bromeaba sobre la gente que se iba al extranjero a limpiar váteres, y por eso mismo Obinze afrontó su primer empleo con ironía: en efecto estaba en el extranjero limpiando váteres, calzándose guantes de goma y acarreando un balde, en una agencia inmobiliaria con sede en la segunda planta de un edificio londinense. Cada vez que abría la puerta de vaivén de un retrete, este parecía exhalar un suspiro. La hermosa muchacha que limpiaba el lavabo de mujeres era ghanesa, más o menos de la edad de Obinze, y él jamás había visto una piel oscura tan reluciente. Por su manera de hablar y comportarse, Obinze adivinó unos orígenes similares a los suyos: una infancia llevadera gracias a la familia, comidas regulares, sueños en que no se concebía limpiar váteres en Londres. Ella, indiferente a los gestos cordiales de Obinze, le decía solo «Buenas tardes» con la mayor formalidad posible; sí era cordial, en cambio, con la mujer blanca que limpiaba los despachos en el piso de arriba, y una vez las vio en la cafetería vacía, tomando té y hablando en susurros. Obinze se quedó mirándolas por un rato, y dentro de él estalló un gran resquemor. No era que ella no quisiera amistad; era más bien que no quería la de él. Tal vez la amistad en sus actuales circunstancias era imposible, porque ella era ghanesa y él, un nigeriano, se asemejaba demasiado a lo que ella era; él conocía sus matices, en tanto que ella, ante la mujer polaca, disponía de entera libertad para reinventarse a sí misma, para ser quienquiera que desease ser.

Los lavabos no estaban demasiado mal, un poco de orina fuera de los urinarios, algún inodoro mal desaguado; limpiarlos debía de ser mucho más fácil que la tarea con la que se encontraba el personal de limpieza de los lavabos en el campus allá en Nsukka, con aquellos churretes de mierda en las paredes que siempre lo llevaban a preguntarse cómo era posible que alguien se tomara tantas molestias. Y por tanto se sorprendió cuando, una noche, entró en un cubículo y descubrió una cagada sobre la tapa del váter, sólida, cónica, bien centrada, como si la hubiesen colocado cuidadosamente, midiendo el punto exacto. Semejaba un cachorro acurrucado en una alfombrilla. Era una creación artística. Pensó en la famosa represión de los ingleses. La mujer de su primo, Ojiugo, había dicho en cierta ocasión: «Los ingleses son capaces de vivir en la casa de al lado durante años sin saludarte nunca. Es como si estuviesen amordazados». En esa creación artística daba la impresión de que alguien se había quitado la mordaza. ¿Un empleado despedido? ¿Alguien a quien se había negado un ascenso? Obinze se quedó mirando la cagada durante largo rato, sintiéndose cada vez más y más pequeño, hasta que aquello se convirtió en una afrenta personal, un puñetazo en la mandíbula. Y todo por tres libras la hora. Se quitó los guantes, los dejó junto a la cagada y abandonó el edificio.



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