Rey Lobo by Juan Eslava Galan

Rey Lobo by Juan Eslava Galan

autor:Juan Eslava Galan
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Novela Histórica
publicado: 2011-02-19T23:00:00+00:00


Capítulo 27

Al pie de Orisia, junto a la fuente amarga, estaba la forja de Urcaildu el herrero, una caverna con las paredes negras de hollín y media docena de chozas y cobertizos arrimados a un escarpe natural en el que se apreciaban, a distintas alturas, las bocas de numerosas cuevas artificiales. Urcaildu tenía cinco hijos, todos herreros, que habitaban en aquellas cuevas con su numerosa descendencia. Desde la distancia se percibía el martilleo de los ferrones y el canturreo de los trabajadores.

Zumel descabalgó en la explanada frente a los talleres y ató el ronzal a una encina.

Salió a recibirlo un joven desnudo, negro de tizne y brillante de sudor, con un delantal de cuero que lo cubría desde los hombros a las rodillas. Intercambiaron el signo de la paz.

—Vengo a ver a Urcaildu —dijo Zumel.

El joven se volvió y gritó con fuerza:

—¡Padre, aquí te buscan!

Se apartó la cortina de una cueva y apareció un hombre maduro y fornido.

El joven herrero regresó a su trabajo.

—Soy Zumel, de Zubión —se presentó el recién llegado—. Me envía Sosián.

—¿Cómo está mi buen amigo?

—Está bien, pero baldado del reuma. En la casa de los viejos.

—¿No tenía una hija?

—Murió de sobreparto.

Urcaildu hizo un gesto de resignación.

—Así se las gastan los dioses. ¿Qué se te ofrece?

—Necesito que me forjes una falcata.

Urcaildu asintió pensativo.

—¿No tenéis en Zubión un herrero?

—Sí, tenemos un herrero de almocafres, arados y yantas de carros, pero Sosián me dijo que ninguno forja las falcatas como tú.

Halagado en su vanidad, el herrero sonrió con suficiencia.

—Puedo asegurarte que ningún cliente mío se ha arrepentido. Y ahora dime, ¿la quieres de jinete o de infante?

—De infante. Buena.

—Por ese lado pierde cuidado. No soy yo de esos que sólo forjan falcatas funerarias, para entregarlas a la tierra.

Zumel asintió. Ya le había advertido Sosián de que era un poco vanidoso.

—El hierro es siempre bueno —dijo Urcaildu—. La virtud está en el brazo. ¿Quieres el acabado simple o con hilo de plata incrustado en el mango?

—Simple.

—El filo, ¿hecho o lo haces tú?

—Lo haré yo.

—¿Has pensado cómo se va a llamar?

—La Memoriosa.

—Es un buen nombre —lo aprobó Urcaildu tras considerarlo un momento—. Barrunto que dejará memoria.

El herrero miró las montañas azules, a lo lejos, con los ojos enrojecidos por una vida en el fuego y añadió:

—Memoriosa. La memoria es lo único que nos queda... El arma te va a costar diez ovejas, quince cabras o cinco lingotes púnicos de hierro, lo que prefieras.

—Te daré una moneda de oro. Púnica. De las enteras.

Urcaildu no disimuló su sorpresa. Adivinó que se trataba de un mercenario regresado y sonrió.

—¿Puedo verla? No se ven muchas por estos pagos.

Zumel hurgó en su bolsa, sacó el canuto de caña donde guardaba sus ganancias y dejó caer la moneda en la renegrida mano del artesano.

Brillaba al sol. El herrero la contempló por las dos caras, con arrobo.

—Bien. Será suficiente. Extiende el brazo.

Con un cordel le midió a Zumel la distancia entre el codo y la punta del dedo corazón de la mano extendida. Ésa era la longitud de la hoja.



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